Lo advirtió la UNESCO en un informe de 2021: más de la mitad de los planes de estudio en 50 países de distintas regiones ni siquiera mencionan al cambio climático, mientras que apenas un 19% hace referencia a la biodiversidad. Así, es difícil imaginar que se puedan cumplir las metas y objetivos en materia ambiental que se establecen en los diferentes encuentros internacionales, ya que en el fondo implican transformaciones profundas a partir del compromiso que se desprende, a su vez, del conocimiento. No parece posible querer cuidar lo que no se conoce o comprende. Y hay algo más: las y los adultos del mañana son a la vez las y los niños y adolescentes de hoy, muchas veces víctimas o, en el mejor de los casos, testigos de la crisis climática que ya enfrenta el planeta.
En este sentido, va un dato preocupante que arroja Unicef: en los últimos 30 años más de 63 millones de niños y niñas de América Latina y el Caribe han sido afectados por un evento meteorológico extremo o un desastre relacionado con el clima. Entonces, ¿cómo dejarlos afuera de la realidad en la que están insertos? No solo su comprensión es necesaria para trabajar en pos del planeta y una vida más sustentable; también tienen derecho a la información y la participación en el tema. Así, la recomendación del organismo internacional es que la educación formal e informal debe proporcionarles conocimientos sobre el cambio climático, habilidades ecológicas y técnicas de resiliencia y adaptación, para que a su vez lo repliquen en sus hogares y se conviertan en parte de la solución.
Según Unicef, en los últimos 30 años más de 63 millones de niños y niñas de América Latina y el Caribe han sido afectados por un evento meteorológico extremo o un desastre relacionado con el clima. No solo su comprensión es necesaria para trabajar en pos del planeta y una vida más sustentable; también tienen derecho a la información y la participación en el tema.
Como sucede en tantas otras cuestiones, en niveles de educación ambiental también son los países nórdicos los que llevan la delantera: todos ellos tienen políticas de sostenibilidad que garantizan que la concientización ambiental se imparta a las personas desde temprana edad. En Suecia, por ejemplo, el desarrollo sostenible en los planes de estudio nacionales se remonta a 1994 y 2006 a partir de una modificación de la Ley de Educación Superior. Dinamarca, por su parte, incorporó la educación medioambiental en los planes de estudio nacionales a través de una política educativa que garantiza que los alumnos de 1º a 10º curso comprendan la relación entre la naturaleza, la sociedad y los individuos. En Noruega, la educación ambiental es obligatoria desde la guardería.
Distinta es la situación en otros países europeos, en los que la preocupación al respecto está vigente, pero su puesta en práctica no resulta tan sencilla. Italia y Alemania, entre otros, se comprometieron hace pocos años a promover la “Educación para el Desarrollo Sostenible” (EDS), uno de los 17 objetivos que los estados deben aplicar antes de 2030 en el marco de lo establecido por la ONU. Según la UNESCO, esto requiere, “la integración de la EDS” en los planes de estudio. El problema, según puede leerse en las noticias sobre el tema, es la falta de criterios precisos sobre qué es la educación ambiental, y entonces algunas materias como geografía incluyen por defecto ciertas cuestiones climáticas, mientras que para otras como matemática o lengua es más difícil encontrar un buen abordaje para incorporar conceptos ambientales.
En América Latina, la información sobre los niveles de educación ambiental es más difusa. Según Unicef y la Fundación MERI, de Chile, solo un 30% de los países de esta región “incluye de manera significativa la educación para el cambio climático en su currícula escolar”. De todas formas, no es menos cierto que a esta altura la mayor parte de las naciones ha aprobado, o está en proceso de hacerlo, algún documento que exprese la política de educación ambiental. Mientras Brasil tiene una Ley de Educación Ambiental, Colombia y México elaboraron documentos con los lineamientos centrales de sus políticas y estrategias educativas. La Argentina tiene una Ley de Educación Ambiental (27.621) muy nueva: se promulgó en junio de 2021, y este año se trabajó sobre su aplicación en distintos ámbitos nacionales, regionales y provinciales de cara al próximo ciclo.
En América Latina, según Unicef y la Fundación MERI, de Chile, solo un 30% de los países de esta región “incluye de manera significativa la educación para el cambio climático en su currícula escolar”.
Entre otras medidas, se creó el Programa Capacitaciones para la Acción Ambiental en cuyo marco se realizaron más de 200 encuentros, al tiempo que comenzaron su formación en el tema unos 1.700 educadores ambientales del ámbito formal y no formal. Además, se registraron 18.554 inscripciones a capacitaciones en áreas temáticas como cambio climático, biodiversidad, economía circular, agroecología y ambiente y género. La llamada “ley Yolanda” es otra norma que se enmarca en esta línea, aunque sin formar parte de los contenidos escolares. Su objetivo es garantizar la formación integral en ambiente con perspectiva de desarrollo sostenible y énfasis en cambio climático para todas las personas que se desempeñan en la función pública. Las capacitaciones son obligatorias y proponen una mirada transversal del ambiente en todas las disciplinas y campos de acción.
La Red de Mujeres en Diálogo Ambiental (MEDA) plantea un punto interesante a la luz de este abordaje. Al decir de Claudia Tomadoni, Coordinadora del Centro Internacional de Estudios Transdisciplinarios Argentina/Cono Sur (ARCOSUR) de la Friedrich-Schiller-Universität Jena, Alemania, y miembro de MEDA, uno de los aspectos más importantes para lograr una mirada integral del ambiente es el entendimiento de los seres humanos sobre sí mismos como parte de la naturaleza y no como meros observadores de los animales, las plantas, o el aire. “Si entendemos que somos uno solo y estamos interrelacionados, vamos a desarrollar un interés por protegernos. En cambio, si lo que hay que proteger está por fuera, cuesta más. Es un camino actitudinal de empezar a reflexionar sobre concepciones filosóficas básicas en torno a lo ambiental”, señala la especialista.
“Si entendemos que somos uno solo y estamos interrelacionados, vamos a desarrollar un interés por protegernos. En cambio, si lo que hay que proteger está por fuera, cuesta más».
En este sentido, vuelve sobre el concepto de naturaleza: “Es un punto central. Si las personas nos entendemos como ‘naturaleza en naturaleza’, la explotación del ser humano por el ser humano se convierte en un problema ambiental, y nos permite entender por qué la pobreza o la opulencia son problemas ambientales. Se trata de experimentar un cambio de actitud que tenga que ver con una sensibilización, un sentir, con llegar a la parte emocional de volvernos a centrar en la naturaleza de la cual somos parte. Es un camino largo pero posible”, dice para concluir.