Es el símbolo para representar a la naturaleza por excelencia. Su figura transmite salud, paz, nobleza, equilibrio, sabiduría, firmeza, vitalidad. Es el auténtico cable a tierra: es el árbol, esa estatua viviente a la que rodear con los brazos resulta casi terapéutico.
Cada 29 de agosto se celebra su día, pero solo en Argentina; en otras partes del mundo este homenaje tiene lugar en distintas fechas, principalmente el 28 de junio o el 28 abril, dependiendo del lugar. Aquí, el responsable de la efeméride fue Estanislao Zeballos (1854-1923), un jurista, político, periodista, historiador, geógrafo y escritor argentino que fue ministro de Relaciones Exteriores en tres oportunidades. Intelectual de la generación del ’80 y dirigente de la Sociedad Rural, participó activamente de la “campaña del desierto” y fue diputado nacional entre 1880 y 1892. Desde ese cargo legislativo, en 1900 promovió la fecha para generar conciencia sobre el cuidado y la protección de las superficies arboladas, y fue así que al año siguiente el Consejo Nacional de Educación instituyó la fecha como el Día Nacional de Árbol.
El antecedente histórico previo más conocido habían sido, unas décadas antes, las palabras de Domingo Faustino Sarmiento, cuando como presidente de la Nación sostuvo que “el cultivo de los árboles conviene a un país pastoril como el nuestro, porque no solo la arboricultura se une perfectamente a la ganadería, sino que debe considerarse un complemento indispensable. (…) La Pampa es como nuestra República, tela rasa. Es la tela en la que ha de bordarse una nación. Es necesario escribir sobre ella ¡Árboles! ¡Planten árboles!”. Lo cierto es que, como es corriente, el devenir histórico está plagado de contradicciones atadas a distintos intereses, y en este caso lo que resalta es que, mientras se ponderaban las bondades de los árboles y se instaba a sembrarlos en la región pampeana, en otras como el Gran Chaco o la Mesopotamia la deforestación estaba presente ya desde el colonialismo, barriendo a poblaciones originarias junto con sus ambientes naturales. Esta situación se profundizó de la mano de la explotación de distintos recursos naturales que implicaba la tala de especies arbóreas y otras acciones degradantes de los ecosistemas sin demasiados reparos.
Mientras los intelectuales de la generación del ’80 ponderaban el arbolado e instaban a sembrar la pampa húmeda, en otras regiones como el Gran Chaco o la Mesopotamia la deforestación estaba presente ya desde el colonialismo, barriendo a poblaciones originarias junto con sus ambientes naturales.
De cualquier manera, y pese a la decadencia que hoy se sabe que aqueja a la biodiversidad y el medio ambiente en términos generales en todas partes del mundo, no son menos reales los niveles de conciencia y de conocimiento que existen a nivel social acerca de la importancia de estos seres que hacen posible la vida en el planeta, como también de la necesidad de cuidarlos y respetarlos junto a sus ambientes naturales. Los programas de conservación y desarrollo se multiplican, y la educación ambiental en los distintos niveles va cobrando presencia conforme los gobiernos se hacen eco de la urgencia del problema. La existencia de los Parques Nacionales, por ejemplo, es una política que va en esa línea, y para abordar la fecha desde un lugar más alegre, cabe hacer mención de algunas especies de árboles de altísimo valor –tanto sea por sus características como por su longevidad– y con cuya presencia tenemos el honor de contar en territorio nacional. Uno de ellos es el quebracho colorado, declarado emblema nacional en la década del ’50 por la alta calidad de su madera y taninos.
Debido a su intensa explotación durante el siglo XX y a su lenta tasa de crecimiento, la población de quebracho colorado se fue reduciendo drásticamente, y hoy se conserva en los Parques Nacionales Río Pilcomayo, Mburucuyá, Chaco, El Impenetrable y la Reserva Natural Educativa Colonia Benítez. Es un árbol que supera los 20 metros de altura y necesita calor y mucha luz para su desarrollo. Otro tesoro es el alerce, declarado Monumento Natural en 1976, con ejemplares en suelo argentino que superan los 4 metros de altura y 2 mil años de antigüedad. Distinguido como Sitio Patrimonio Mundial por la UNESCO, su hogar en Argentina es el parque nacional que lleva su nombre, en Chubut, aunque existen miles de hectáreas de bosques de alerces por fuera de ese territorio, y por ende más desprotegidos. También en Patagonia se encuentra otro árbol excepcional: el pehuén o araucaria, habitante del Parque Nacional Lanín, en Neuquén. Debido a que ya estaba allí antes de la formación de la Cordillera de los Andes, recibe el apodo de “fósil viviente”. De lentísimo crecimiento, puede alcanzar los 40 o 50 metros de altura, y tiene aspecto de pirámide cuando es joven y de sombrilla en la vejez.