Parece ficción pero, como sucede muchas veces, la realidad casi siempre la supera. En este caso, las imágenes tomadas por drones son el mejor testimonio para lograr visualizar tamaño cuadro surrealista. De los aproximadamente 105 mil kilómetros cuadrados de superficie del desierto de Atacama, ubicado al norte de Chile y considerado el “lugar no polar más árido del mundo”, unas 300 hectáreas están llenas de color, y no son el verde de fresca vegetación ni el azul de un manantial: son tintes artificiales de montañas y montañas de ropa. Sí, de ropa. Prendas de vestir que se acumulan, la mayoría usada pero muchas todavía con la etiqueta de fábrica que alcanza un volumen de nada menos que 40 mil toneladas. La definición correcta de esta situación es vertederos o depósitos clandestinos, basurales generadores de altísimos niveles de contaminación devenidos principalmente por la presencia de poliéster, material que tarda 200 años en degradarse; los microplásticos dispersados en la atmósfera producto del desgaste de las prendas; y los incendios intencionales –e ilegales– para reducir los montículos, y que desprenden un humo súper tóxico.
la industria textil es la segunda más contaminante del planeta, después de la petrolera, y las etapas de su producción son responsables de entre el 8 y el 10 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Pero, ¿cómo y por qué llegan desde hace 15 años a ese sitio tan remoto una cantidad monumental de prendas de vestir, objetos que nada tienen que ver con la naturaleza local? Bueno, con el mismo desenfreno con el que se adquiere y se recambia ropa en todo el mundo, también se la descarta, y está claro que no es un desecho fácil de tratar. El camino de la indumentaria comienza en talleres de producción de países asiáticos y tiene como primera parada Europa y EEUU. Lo que allí no se vende, sigue viaje en barco a esta parte del mundo, en principio para reventa en Chile, pero también para pasar de contrabando al resto de Latinoamérica. Ahora bien, como la cantidad que arriba cada año al puerto de Iquique, en la costa del océano Pacífico y distante 400 kilómetros del desierto de Atacama, ronda las 59 mil toneladas, no hay manera de que la compra de comerciantes y empresas más lo que atraviesa ilegalmente las fronteras absorban todo lo que llega. Y es aquí donde aparecen los oasis textiles –hay más de un sector de acumulación de ropa–, solo visitados por habitantes de comunidades cercanas que recogen lo que les sirve para vestirse o comercializar en ferias.
Ese paisaje de consumismo afiebrado se compone de prendas de todo tipo, incluido calzado. Las hay usadas y nuevas, de primera, segunda y tercera mano. La mayoría sintéticas o tratadas con productos químicos, no son biodegradables y tardan entre 30 meses, en el caso del algodón, y 200 años para el poliéster, en desintegrarse. Precisamente debido a estas características, en el país vecino no se permite arrojar textiles a los basureros o rellenos municipales, y por eso este gigantesco espacio alejado de las grandes urbes resulta ideal para esconder los trapos sucios, literalmente. Además del deplorable concepto de consumismo y frivolidad que se evidencia, lo más preocupante del tema son las consecuencias a mediano y largo plazo para el medio ambiente, y que responden a múltiples causas. Por un lado, los riesgos más inmediatos antes mencionados: el prolongado tiempo de degradación de los materiales, que afecta gravemente los suelos; los incendios ilegales, cuyo humo y gases son tan tóxicos como los de neumáticos quemados, y exponen al riesgo de afecciones respiratorias a las personas que viven en los alrededores y las que se acercan a revolver los depósitos.
Ese paisaje de consumismo afiebrado se compone de prendas de todo tipo, incluido calzado. La mayoría sintéticas o tratadas con productos químicos, tardan hasta 200 años en desintegrarse.
Según un informe de la ONU de 2019 (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD por sus siglas en inglés) la industria textil es la segunda más contaminante del planeta, después de la petrolera, y las etapas de su producción son responsables de entre el 8 y el 10 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero, un porcentaje que sorprendentemente supera a todos los vuelos y envíos marítimos internacionales. Algunas de las cifras que respaldan este anuncio indican, por ejemplo, que el rubro utiliza cada año 93 mil millones de metros cúbicos de agua, y que en el mismo período se arrojan al mar medio millón de toneladas de microfibra. El mismo documento indicó que la producción de indumentaria se duplicó entre los años 2000 y 2014, un crecimiento atado a los mandatos de la moda rápida según los cuales las prendas parecerían ser prácticamente descartables, un concepto radicalmente opuesto al reinante hace apenas algunas décadas atrás, cuando el valor agregado de las piezas era su alta calidad y durabilidad en el tiempo.