En este caso se trasladó un gen del girasol a la semilla de trigo. El procedimiento se llama transgénesis y quiere decir “pasar un gen de un organismo a otro”. Lograron que, ante situaciones de estrés hídrico, la planta cierre sus poros y demande menos agua de lo normal bajo la condición indispensable de que no tenga competencia de otras formas de vida en derredor.
La semilla intervenida consta de dos propiedades fundamentales: se adapta a condiciones de sequía y resiste a un potente plaguicida, concebido también artificialmente, que elimina cualquier amenaza para los cultivos haciendo desaparecer el resto de las especies que conviven en un terreno determinado. Es un producto tóxico, del orden de los organofosforados, llamado glufosinato de amonio que funciona a corto plazo: todo lo que toca muere en 48 o 72 horas. Elimina arañas, ácaros, artrópodos, mariposas, otros polinizadores y microorganismos presentes en el suelo. Toca las plantas y las quema de un modo fulminante; un par de días después el cultivo queda libre de “malezas”. La industria llama a estos compuestos venenosos “insumos”, una palabra que resulta caricaturesca si tenemos en cuenta lo que pretende nombrar en un contexto de producción de alimentos que se llevan a la mesa.
La semilla intervenida consta de dos propiedades fundamentales: se adapta a condiciones de sequía y resiste a un potente plaguicida llamado glufosinato de amonio que funciona a corto plazo, todo lo que toca muere en 48 o 72 horas. Un trigo que no necesita agua pero sí veneno.
El trigo transgénico HB4 (así se llama) es el fruto de un desarrollo público-privado con la participación de la empresa Bioceres y el Estado argentino, que aportó instalaciones y profesionales pertenecientes al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y un grupo de investigación de la Universidad Nacional del Litoral comandados por la científica argentina Raquel Chan, de gran formación y trayectoria.
Para llegar al trigo modificado se hicieron 37 ensayos experimentales tendientes a conocer el rendimiento en diferentes zonas del país. No cualquier productor puede sembrar el trigo modificado. Hay acuerdos especiales con 250 empresarios agrícolas que reciben la semilla y deben entregar luego la producción a Bioceres. Cultivan bajo identidad preservada, en un sistema cerrado en el que toda la producción es controlada por los desarrolladores de la semilla. Según Bioceres rige un estricto protocolo de bioseguridad para evitar fugas de granos transgénicos que pudieran contaminar el trigo tradicional.
¿Por qué sería inconveniente mezclar esta especie con el resto?
Una cosa es un organismo genéticamente modificado en el laboratorio —en este sentido el HB4 es un producto metodológicamente exitoso— y otra es liberarlo al ambiente porque “contagiaría” al resto, es decir, interferiría en las propiedades de las otras variedades. Según el Ingeniero agrónomo y profesor universitario Walter Pengue, Argentina perdería su estatus de proveedor de “trigos mejoradores”, semillas de gran calidad y que perfeccionan las características de otros trigos del mundo. Otros sectores de la cadena de comercialización también permanecen en alerta. Desde la Federación Argentina de la Industria Molinera preanuncian que el HB4 provocará la pérdida de mercados internacionales dado el rechazo que genera este tipo de transgénicos (el total del comercio mundial de trigo es no transgénico), que al menos en 50 países dejarán de comprar trigo argentino y que el Estado argentino podría dejar de recaudar 3.500 millones de dólares. La Cámara de exportadores apunta que Argentina es el séptimo exportador de trigo mundial con 14 millones de toneladas anuales y, por lo tanto, cualquier cosa que hagamos y pueda resultar amenazadora por el modo en que se produjo, será castigada en el mercado y habrá otros países exportadores que nos desplazarán.
Desde la Federación Argentina de la Industria Molinera preanuncian que el HB4 provocará la pérdida de mercados internacionales dado el rechazo que genera este tipo de transgénicos (el total del comercio mundial de trigo es no transgénico), que al menos en 50 países dejarán de comprar trigo argentino y que el Estado argentino podría dejar de recaudar 3.500 millones de dólares.
¿Realmente hay que cultivar más trigo para “alimentar al mundo”?
Antonio Aracre es uno de los defensores del nuevo trigo. Es el CEO de Syngenta para Latinoamérica, una organización global que tiene su casa matriz en Suiza y vende semillas y herbicidas sintéticos. Aracre, junto al resto de quienes sostienen que será un avance para el país, menciona la “seguridad alimentaria” como uno de los pilares que justifican el desarrollo del cultivo. Habla del trigo que, hemos visto, no necesita agua pero sí veneno. “¿Compraremos de esa harina para hacer pizzas, tartas o pan?”, se pregunta Pengue y propone replantear el propósito definiendo cómo y para qué usaremos el territorio.
¿Estamos frente a la solución de un problema o diseñando un escenario para ampliarlo?
Los sembradíos a gran escala del país se sostienen exclusivamente con el agregado de fertilizantes, pesticidas y herbicidas sintéticos. Esos productos forman parte del paquete de inversión que hace el productor cuando decide adquirir las semillas y se dispone a sembrar. No es posible una cosa sin la otra. La organización de la producción en esos términos requiere de semillas y del producto químico que garantiza el desarrollo de los cultivos, el “veneno”, como directamente le dicen en el campo. Se vierten por año 400 millones de litros de agroquímicos según la propia cámara que agrupa a las empresas que los distribuyen.
El circuito de la agricultura industrial incluye emisiones que provocan el calentamiento global, desmontes que merman las fuentes del oxígeno vital, el empobrecimiento de los suelos y el uso de venenos para producir alimentos. El trigo transgénico que acabamos de inventar no dará pan sino alimento al sistema que conocemos, cuyo resultado en las últimas seis décadas es la concentración de tierra en pocas manos, mayor pobreza y desigualdad, contaminación y un planeta devastado que va a al colapso por la extinción de especies.
Concebir el campo como una fábrica, las semillas y los animales como insumos, resulta insostenible. ¿Cuándo y por qué empezamos a creer que las espigas de un trigal o las vacas de una pradera podrían funcionar como si fueran tornillos y arandelas?
Se vierten por año 400 millones de litros de agroquímicos según la propia cámara que agrupa a las empresas que los distribuyen.
El Doctor en Ciencias agropecuarias y docente de genética en la Universidad Nacional de Córdoba, Francisco De Blas, indica que “desde hace 400 años se vienen modificando las especies, siempre hubo selección y modificación”, pero que no es posible invocar la seguridad alimentaria cuando un cuarto de los alimentos que producimos termina en la basura. “La comunidad debe comer lo que considera necesario, no lo que las corporaciones quieren que coma…”. De Blas menciona la necesidad de construir democracias fuertes para garantizar el acceso a los alimentos sanos y nutritivos, sobre todo a los sectores más vulnerables. Y, volviendo específicamente al trigo, nos invita a una reflexión más; ¿hasta cuándo seguiremos pensando en calmar el hambre con harinas refinadas cuyo exceso es perjudicial para la salud?