Vivimos una época de profundas transformaciones. Lejos estamos de aquel período en que las mutaciones del clima eran oscilaciones esporádicas y la referencia a esa palabra, “ambiente”, era apenas una designación del entorno humano. A diferencia de ese largo interregno de más de diez mil años denominado Holoceno, en esta nueva era, el Antropoceno, los cambios de origen humano sobrepasan el papel mismo de las fuerzas naturales-geológicas y son responsables de alterar profundamente el sistema terrestre.
Hay mucha discusión sobre los orígenes de esa gran transformación ambiental. ¿Serían los humanos los responsables de haber traspasado los límites biogeofísicos del planeta o más bien un sistema económico, el capitalismo? Partiendo de que los humanos no modifican los sistemas ambientales en tanto especie homogénea sino como actores sociales, culturales y geográficamente diferenciados, es importante tener en cuenta que son las relaciones sociales de producción y consumo las que han generado estos cambios. Y esta aceleración ha sido contemporánea a la expansión del capitalismo en todo el planeta. De ahí que Jason Moore hace referencia al “capitaloceno” para mostrar que el capitalismo no es solo un sistema económico; es también un modo fundamental de alteración ecológica que busca la explotación mundial de las naturalezas baratas para penetrar más y en más fronteras de ganancias potenciales. Por otra parte, Donna Haraway señala que, si hemos traspasado los límites que aseguran los umbrales mínimos que permiten la vida en el planeta, es importante considerar la naturaleza como alteridad significativa, una subjetividad multiespecie que debería nombrarse de otro modo: el Chthuluceno.
La pregunta más importante es: ¿somos conscientes de la importancia que tienen estos asuntos en nuestra vida cotidiana? ¿Nos damos cuenta que nos afectan de una forma profunda? Si todos estos asuntos tienen una relevancia política mayúscula, corresponde además preguntarse si están en la agenda y las prioridades de las políticas públicas. ¿Seríamos capaces de desarrollar una nueva subjetividad política para aprender a vivir y morir juntos en una tierra herida?
El capitalismo no es solo un sistema económico; es también un modo fundamental de alteración ecológica que busca la explotación mundial de las naturalezas baratas para penetrar más y en más fronteras de ganancias potenciales.
Las noticias que nos llegan todos los días indican que no. Hay un predominio de una racionalidad instrumental atada al imaginario del progreso: se necesitan divisas para sostener la economía y habrá que dejar las urgencias ambientales para otro momento, pues es necesario reactivar el aparato productivo. Detrás de ese tipo de afirmaciones hay, por supuesto, intereses corporativos, pero también hay algo muy profundo que marca un clima de época, una crisis civilizatoria en la que el sentido del presente desconecta el futuro del pasado y lo coloca más allá de toda sensibilidad histórica.
Son, sin duda, los movimientos socioambientales y los diferentes activismos en todo el mundo los que tratan de colocar en la agenda estos temas.
“Kristalina y Martín: ¡Bienvenidos a Venecia!”, es el título de una solicitada publicada en el diario británico The Financial Times, por la organización Avaaz. Haciendo coincidir el reclamo con el comienzo de la cumbre interministerial de finanzas del G20, esta organización le ha solicitado al Fondo Monetario Internacional y al gobierno argentino que incluyan la figura de la compensación ambiental en las actuales negociaciones sobre la deuda soberana. La foto que acompaña la solicitada es elocuente, pues se ve la foto trucada de Kristalina Georgieva y a Martín Guzmán ¡en una misma góndola! La figura del bote salvavidas -que es muy antigua en los tópicos ambientales- esta vez gana un sentido adicional. Pues no solo coloca en el centro de la discusión el papel de los organismos internacionales en la generación de las brutales crisis económicas y recesiones en el Sur Global, sino que inscribe el problema en términos de deuda ecológica y justicia climática.
Históricamente, las discusiones sobre el intercambio desigual han destacado dos cuestiones: el trabajo mal pagado en el Sur Global lleva a que sus exportaciones sean baratas y al deterioro de la relación de intercambio. La noción de intercambio ecológicamente desigual muestra que hay pasivos generados por el Norte a partir de la extracción intensiva de recursos naturales, el comercio injusto, el daño ambiental y el aprovechamiento exclusivo del espacio ambiental como sumidero de sus residuos. La deuda ecológica tiene un aspecto intergeneracional, ya que la carga sobre el ambiente es muy difícil de neutralizar, implica una descapitalización por agotamiento de recursos que serían necesarios en el futuro y hay procesos que son irreversibles (alteraciones del clima, degradación de suelos, daños a la salud) que implican costos adicionales en el largo plazo.
Necesitamos traer estas cuestiones al debate público. El Antropoceno no es una cuestión de expertos y nuestras clases dirigentes se están equivocando al dejar afuera de la discusión a quienes tienen mucho que aportar. Para comenzar, deberíamos evitar el oxímoron de que el ambientalismo frena el progreso. Muy por el contrario, si seguimos abonando al imaginario del progreso, estaremos obturando la posibilidad de que el futuro sea viable para todas y todos.
Gabriela Merlinsky es socióloga UBA y autora del libro «Toda ecología es política»