En abril de 2017, grandes lluvias azotaron al sur de la provincia de Chubut. Ríos rebalsaron y arrastraron sedimentos y ceniza volcánica causando amenazas para la potabilidad del agua en ciudades como Puerto Madryn, Rawson, Gaiman, Dolavon y Trelew. La emergencia hídrica se extendió durante semanas. Las clases se suspendieron y la producción entró en pausa. Fue entonces cuando muchos comenzaron a valorar la importancia de este recurso. “Hay gente que aún no tiene idea de que estamos en un ambiente semidesértico y que hay que cuidar el agua dulce”, dice la bióloga Ana Liberoff.
Esta investigadora del Centro Nacional Patagónico (Cenpat) prevé que en las próximas dos décadas la demanda de agua dulce superará drásticamente el suministro. Se espera un aumento de 1,5 grados en la temperatura y una disminución en las precipitaciones, que se traducirá en una reducción de entre el 30 y el 40 por ciento del agua potable disponible para el periodo 2071-2100.
Por eso, desde hace seis años, estudia, junto a sus colegas Natalia Pessacg y Silvia Flaherty de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco, los efectos que tienen las actividades humanas como la ganadería y la agricultura sobre la calidad de agua en el Río Chubut, en cuyas costas se concentran 300.000 habitantes, la mitad de la población de la provincia.
“En el valle del río se realizan diversas actividades agrícola-ganaderas que utilizan alrededor del 80 por ciento del agua y además vierten toda clase de productos que impactan en el agua que toman los habitantes”, cuenta. “Con nuestros estudios buscamos identificar qué actividades productivas afectan a la cantidad y calidad del agua y cómo lo hacen. Se necesita una mejor planificación del uso del agua y una mejor gestión para mejorar su calidad”.
Mes a mes nacen proyectos que combinar dos dimensiones aparentemente opuestas: tecnología y naturaleza. A esta unión de fuerzas la llaman “IA verde”.
Con ese fin, las investigadoras realizan mapas, buscando identificar qué actividades se llevan a cabo en cada lugar y cuánta agua se necesita para cada cultivo. “No es sencillo generarlos”, reconoce esta especialista en conservación y manejo de ecosistemas de agua dulce. “El último mapeo de los márgenes del valle lo hizo un funcionario a pie”.
El equipo de científicas necesitaba nuevas herramientas para trabajar con una gran cantidad de datos y así modelar el suministro de agua dulce y ayudar a conservarlo y protegerlo. “Nos enteramos al azar de un programa de Microsoft llamado ‘AI for Earth’ o inteligencia artificial para la Tierra”, recuerda. “No teníamos idea de qué era la inteligencia artificial o cómo la podríamos llegar a usar”.
Sin pensarlo dos veces, en diciembre de 2018 se postularon a este programa ideado por Lucas Joppa, el primer “director ambiental” de Microsoft, quien impulsó este programa para distribuir 50 millones de dólares en soluciones basadas en IA para los desafíos ambientales globales, desde ayudar a preservar animales en peligro de extinción a cuidar zonas de pesca. “La tecnología no es la bala de plata -asegura-, pero es parte de la solución al cambio climático”.
Desde entonces, la compañía ha distribuido 435 subvenciones a equipos de investigación en 71 países. Entre ellos, recientemente al de Ana Liberoff. “Nos basamos en imágenes satelitales proporcionadas por el satélite europeo SENTINEL-A, que pasa cada 15 días sobre la Patagonia. Trabajamos con grandes cantidades de datos. Utilizamos inteligencia artificial para hacer un mapa del valle del Río Chubut. Le enseñamos al sistema a identificar qué cultivos crecen en cada parcela, si hay pastura o alfalfa, y cómo varía a lo largo del año. Es como enseñarle a un niño a reconocer una taza. Tiene un 85 por ciento de efectividad de identificación”.
Lejos de ser una solución milagrosa, la IA verde -junto al aprendizaje automático y Big Data- puede conducir a beneficios ambientales aun insospechados.
Como el de Liberoff, mes a mes nacen nuevos proyectos que buscan combinar dos dimensiones aparentemente opuestas: tecnología y naturaleza. A esta unión de fuerzas la llaman “IA verde”. Y su nacimiento fue impulsado por el miedo: para compensar los temores y potenciales amenazas que podrían acarrear estas tecnologías cada vez más ubicuas. En los últimos años surgió un movimiento conocido como “AI for good” (IA para el bien) impulsado por empresas, científicos, universidades y organizaciones -de las Naciones Unidas a Amazon, Facebook, Google e IBM, entre otros- que implora un uso responsable de la inteligencia artificial. “Si logramos que la IA funcione para las personas y el planeta -afirma Mustafa Suleyman, cofundador de la compañía DeepMind-, los efectos podrían ser transformadores”.
La IA puede ayudar a abordar una gran variedad de desafíos ambientales. La ecóloga computacional Tanya Berger-Wolf de la Universidad de Illinois en Chicago, por ejemplo, combate la llamada “sexta extinción masiva” con su proyecto Wildbook (www.wildbook.org): con la ayuda de un software de reconocimiento de patrones impulsado por IA, esta plataforma busca ser una especie de Facebook de especies en peligro al detectar al mismo individuo -por ejemplo, una cebra- en diferentes imágenes tomadas en el campo por científicos o ciudadanos. Esto permite a los conservacionistas rastrear criaturas a lo largo de su vida y obtener una mejor idea del tamaño de la población. “Hay 90 mil especies amenazadas”, cuenta Berger-Wolf. “Para entender los peligros que corren debemos entender dónde nacen, cuántas sobreviven, a dónde van. En Wildbook usamos algoritmos para etiquetar e identificar individuos al instante y así conocer sus patrones de desplazamiento y la biodiversidad del planeta”.
De la misma manera, investigadores aplican algoritmos de visión por computadora y aprendizaje profundo para identificar y rastrear ballenas jorobadas, cachalotes, delfines nariz de botella, ballenas francas. En este caso el proyecto se llama Flukebook (www.flukebook.org) e identifica un individuo a partir de los bordes de aletas. “Si podemos rastrear rápidamente a los individuos de una población -asegura el biólogo marino canadiense Shane Gero-, podemos modelar el tamaño y la migración para generar nuevas ideas y apoyar una acción de conservación rápida basada en datos”.
La iniciativa GiraffeSpotter (giraffespotter.org), por su parte, monitorea las alrededor de cien mil jirafas restantes en África, cuya población disminuyó un 40 % en las últimas tres décadas.
Más que una solución mágica, la IA ofrece una alternativa atractiva para procesar manualmente montañas de imágenes y datos.
El glaciólogo inglés Joseph Cook mapea con drones, satélites e IA la manera en la que el hielo del Ártico está cambiando debido al aumento de las temperaturas globales. “Con este proyecto -dice el director de Ice Alive (www.icealive.org)-, podremos ver con mayor detalle cómo los glaciares se están derritiendo”.
Lejos de ser una solución milagrosa, la IA verde -junto al aprendizaje automático y Big Data- puede conducir a beneficios ambientales aun insospechados: desde transformar la producción mediante un mejor monitoreo y manejo de las condiciones ambientales y el rendimiento de los cultivos a gestionar la demanda y el suministro de energía renovable; permitir una toma de decisiones más inteligente para las industrias de descarbonización y acelerar la investigación en energías limpias.
Como dice el filósofo italiano Luciano Floridi de la Universidad de Oxford: “Ya no se cuestiona que la IA tendrá un gran impacto en la sociedad. El debate actual gira en cambio sobre hasta qué punto este impacto será positivo o negativo, para quién, de qué manera, en qué lugares y en qué escala de tiempo”.