En el último mes de 2022, casi en paralelo con la Copa Mundial de Fútbol de Qatar, se llevó adelante en Montreal, la COP (Conferencia de las Partes de Naciones Unidas) número 15 sobre Biodiversidad. Aunque sus resultados pasaron casi desapercibidos frente al furor que generó en Argentina y el mundo la victoria de Messi y la Scalonetta, lo que se jugaba en la gélida ciudad canadiense era nada menos que el futuro de la diversidad biológica en el planeta.
Dicho así, suena dramático. Y lo es, frente a estudios, como un reciente informe del PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Ambiente), que habla de un millón de especies al borde de la extinción; diez campos de fútbol de bosque que se pierden por minuto por la deforestación y tres mil millones de personas afectadas por la degradación de los suelos (casi la mitad de la población mundial). Y esto no sería nada frente a la desaparición de miles de seres vivos de los que ni siquiera conocíamos su existencia (Las Extinciones Invisibles, Qi magazine #8).
Lo cierto es que, ante tamaño desafío, y en “tiempo de descuento”, la “Cumbre de la Biodiversidad” logró anotar un triunfo considerado histórico. Por primera vez, luego de cuatro años desde la Cumbre anterior (la COP 15 debió haberse realizado en 2020 en la ciudad China de Kunming, pero la irrupción del Covid trastocó los planes), una pandemia y varios fracasos, delegados de 180 países firmaron un “Acuerdo Marco” cuyo espíritu se resume en dos cifras: 30×30.
Por primera vez más de 180 países establecieron pautas concretas y líneas de acción para proteger la biodiversidad.
Se trata de “preservar al menos un 30% de los ecosistemas terrestres y acuáticos para el 2030”, una meta ambiciosa, si se considera que el anterior acuerdo marco, que regía entre 2010 y 2020, no fue cumplido en ninguna de sus 20 metas, que incluían la “pérdida cero de hábitats naturales”.
En este punto, conviene hacer un paralelismo, pero también una distinción, entre las “COP” del Clima (como la que se hizo en noviembre del 2022 en la ciudad egipcia de Sharm El Sheik), que son anuales, y las COP de Biodiversidad que se realizan cada dos años (salvo en 2020, por la crisis del Coronavirus). Lo cierto es que las cumbres climáticas suelen tener algo más de visibilidad que sus homólogas sobre diversidad biológica. Pero son temas muy relacionados y conforman, junto con la desertificación de los suelos, los tres mayores desafíos planetarios definidos por la ONU.
Un pacto histórico
Si bien el Acuerdo de Kunming – Montreal (como se lo conoce, ya que China perdió la sede pero no la presidencia de la COP) tiene un estatus jurídico menor al del acuerdo climático de París, “es importante porque por primera vez más de 180 países establecieron pautas concretas y líneas de acción para proteger la biodiversidad”, sostiene la bióloga y ecóloga Irene Wais.
“Este acuerdo marco tiene varios puntos interesantes”, dice Wais. “Uno es la eliminación paulatina de subsidios a actividades extractivas, como la exploración petrolera o la pesca industrial. Otro es el financiamiento de u$s 31.000 millones para que los países más pobres puedan hacer la transición hacia modelos productivos y de consumo más sostenibles y respetuosos de la naturaleza, y otro fundamental es el reconocimiento que se hace a los pueblos originarios como verdaderos garantes del cuidado de la naturaleza en sus territorios”.
El documento final, que se conoció en la madrugada del 19 de diciembre (apenas horas después de que Lio Messi levantara la Copa del Tricampeonato y se llevara puestas las tapas de diarios de todo el mundo), tiene cuatro objetivos generales y 23 metas específicas. El primero se refiere al cuidado de ecosistemas, especies y diversidad genética; el segundo a las contribuciones de la naturaleza y los llamados “servicios ambientales”. El tercero, (uno de los más discutidos por sus implicancias económicas), se enfoca en el acceso y la distribución justa y equitativa de los beneficios de la diversidad biológica y genética; y el cuarto habla del financiamiento y los medios de implementación.
Objetivos medibles
El primer objetivo se refleja en la cláusula 30×30, que es cuantitativa (proteger y revertir la degradación en el 30% de los ecosistemas terrestres y acuáticos), se acompaña de una meta cualitativa. “No se trata de proteger cualquier territorio, sino de aquellos relevantes por su diversidad biológica y genética”, apunta el científico malayo Zakri Abdul Hamid, uno de los fundadores de la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica (IPBES).
En tanto, Brian O’Donnell, director de la iniciativa “Campaign for nature”, destaca que la meta del 30×30 tendrá importantes impactos sobre la vida silvestre, para abordar el cambio climático y para asegurar los servicios que la naturaleza brinda a las personas, incluidos el agua limpia y la polinización para los cultivos. “La conservación de los océanos, que históricamente había quedado rezagada respecto a la conservación de la tierra, ahora tendrá la misma prioridad”.
Otro de los objetivos señala la necesidad de “reducir” la contaminación derivada del uso de plaguicidas y productos químicos. Si bien habla de reducir y no de eliminar, una señal positiva es que menciona explícitamente a la agroecología y las llamadas “soluciones basadas en la naturaleza” como alternativas sostenibles a los actuales modelos de producción y consumo que degradan el ambiente.
“La conservación de los océanos, que históricamente había quedado rezagada respecto a la conservación de la tierra, ahora tendrá la misma prioridad”, Brian O’ Donnell director “Campaign for nature”
Propiedad intelectual y financiación, en controversia
Uno de los temas más conflictivos en las negociaciones fue el paquete de financiación para ayudar a los esfuerzos de conservación mundial, particularmente en los países en desarrollo.
Finalmente, y luego de acaloradas discusiones, se logró consensuar un fondo de u$s 20.000 millones anuales hasta 2025 y u$s 30.000 millones hasta 2030, que los países menos desarrollados destinarán a acciones directas de preservación de la naturaleza. Esta cifra es considerada insuficiente por muchos países. No obstante, la eliminación de subsidios a actividades perjudiciales para el ambiente implicaría un ahorro adicional de u$s 50.000 millones al año, que podrían volcarse a la preservación de la biodiversidad.
Otro aspecto no menos controvertido fue el que refiere al acceso y la distribución justa y equitativa de los beneficios de la diversidad biológica y genética. Se trata de determinar quién se queda con los dividendos económicos por el desarrollo de productos (cosméticos, medicamentos, nuevos materiales) basados en la información genética de nuevas especies: ¿el labora-torio o empresa que los desarrolla? ¿Las comunidades que habitan la región donde fue hallado ese material genético?
Y aquí el punto más espinoso es cómo gestionar la información almacenada digitalmente sobre secuencias genéticas (digital sequence information, o DSI). Las empresas podrían beneficiarse de esa información, desarrollando nuevos medicamentos sin necesidad de tener acceso físico a las especies en cuestión. Esto significa que podrían evitar tener que cumplir el llamado “Protocolo de Nagoya”, que establece una retribución justa para las comunidades donde se originó esa información genética, y que precisamente suelen coincidir con territorios habitados por pueblos originarios.
El acuerdo marco surgido en la COP 15 de Montreal consiste, en definitiva, en una “hoja de ruta” que plantea lineamientos a ser discutidos y definidos en próximas reuniones, de aquí a 2024, cuando tenga lugar la próxima COP 16 en Turquía. Para entonces, ojalá el mundo haya avanzado en acciones concretas de protección de la biodiversidad. No se trata de “salvar animales y plantas”. Lo que está en juego, es también la subsistencia de la humanidad misma.