Hasta bastante mayorcito pensé que el hígado estaba en mi parte izquierda. Entonces, cualquier dolor por ahí decía: “Algo me pateó el hígado…” En realidad me dolía el bazo y el día que decidí atender eso, descubrí para siempre que el hígado está a la derecha. Sería muy ingrato atribuir semejante confusión a las maestras de la escuela rural donde fui, o a las profes del secundario. No; era yo el que no conectaba con lo que debía.
Les hago el cuento porque estoy convencido de que si no atendemos lo que le pasa a nuestro cuerpo, a los órganos que filtran la sangre, hacen la digestión o nos permiten respirar, difícilmente podremos poner foco en el ambiente que nos rodea o los territorios donde vivimos. Las dos cosas son una, van de la mano. Atender cómo nos alimentamos es tan importante como tener en cuenta la organización territorial que nos damos, el modo en que ejercemos la labranza de la tierra y el cuidado que tengamos con los cursos del agua y la preservación de la montaña.
Si ensuciamos el cuerpo, si lo cargamos de sustancias que nos caen mal, posiblemente vayamos contaminando nuestras conversaciones.
Conectarnos a la inteligencia del corazón
El mundo que vemos colapsar está muy ligado a la inteligencia del cerebro que, a su vez, está muy desconectado de otras formas de inteligencia. Es muy necesaria pero es incompleta, de hecho, es insuficiente frente a la necesidad de buscar estrategias para reaccionar con mayor celeridad ante trastornos concretos que padece la sociedad humana.
“La inteligencia del cerebro y la inteligencia del corazón debieran complementarse”, dice Pilar Pérez Gismero, educadora y psicoterapeuta española. “Cuando cultivamos la inteligencia cardíaca se va creando un estado de coherencia biológica que supone un estado de mayor sabiduría para afrontar la vida. Funcionamos con armonía, con un rendimiento óptimo y en sintonía con el espacio que habitamos”.
“Necesitamos ocuparnos de cultivar el jardín interior y quitar todo aquello que nos hace mal”, Nestor Palmetti – Investigador
Hacer la paz
El investigador sobre alimentación y salud Néstor Palmetti, santafesino radicado en Villa Las Rosas, Córdoba, sostiene que “decimos y hacemos según nos alimentamos”. Si ensuciamos el cuerpo, si lo cargamos de sustancias que “nos caen como una bomba” posiblemente vayamos contaminando nuestras conversaciones. ¿Será la raíz de los desencuentros en las sociedades modernas?
Lo muy cierto es que consumir grasas, sales y azúcares en exceso provoca duras exigencias al corazón, al hígado y los pulmones. “Necesitamos ocuparnos de cultivar el jardín interior y quitar todo aquello que nos hace mal”, dice Palmetti y pregona la depuración de las toxinas del cuerpo sosteniendo hábitos que den lugar a la salud y a la energía vital.
Lo mismo ocurre con los territorios comunes. En vez de amor volcamos “insumos” y salimos corriendo a habitar en las ciudades. Las personas más postergadas van quedando a la vera de los campos aspirando los residuos químicos y sobreviviendo junto a sus hijos, los alumnos de las escuelas rurales fumigadas. Son familias cuyas voces no suelen escucharse aunque sean los testigos más cercanos de una guerra biológica cuya devastación está a la vista. Más desierto, más inundaciones, menos bosques, menos diversidad de especies vegetales y animales. Parece un relato apocalíptico pero es bien real.
Transitamos un contexto de escasez, desequilibrio ecosistémico y colapso climático que ya empieza a mostrar que las acciones individuales son necesarias (reciclar, comer menos carne, dejar los combustibles fósiles) pero insuficientes. Hay que seguir buscando modos de entrar al portal de los cambios disruptivos, una búsqueda más profunda y amorosa nos espera.
Competencia versus colaboración
¿Quién ha dicho que para sobrevivir hay que hacer desaparecer al otro? Si dejásemos la competencia por la colaboración hay espacio, alimentos y trabajo para todos. No hace falta ensuciar, matar ni eclipsar a nadie.
Un mundo más armónico es posible y menos trabajoso que el que nos hemos creado. En las sociedades democráticas en las que vivimos nos enseñaron a decir que la libertad es un bien y que contamos con la posibilidad de elegirlo todo. ¿Estamos eligiendo bien, tenemos la independencia necesaria para hacerlo, es posible elegir si en la comunidad que habitamos priman el miedo y la desconfianza, estamos eligiendo algo?
Cuando nos encontramos frente a una góndola de supermercado con variedad interminable de marcas y combinaciones, ¿de verdad estamos eligiendo o estamos optando por el mal menor de algo que otras personas ya eligieron por nosotros? Cuando decidimos el modo de curarnos, ¿elegimos o es el sistema de salud quien elige por nosotros, prácticas, métodos y sustancias para remediar? Podríamos hacer el mismo ejercicio con nuestros trabajos y, si quisiéramos ser más agudos, también con la educación. ¿Quién está decidiendo cuál es la educación necesaria? ¿Somos nosotros o es un Ministerio? La sola mención en el texto suena ridícula para este final del primer cuarto del siglo XXI. Seguimos regidos por una institucionalidad pensada para un mundo que ha dejado de existir, en el caso de la educación, para generaciones con una estructura diferente y con un marco de referencia inexistente hace 30 años nomás (el avance de las tecnologías, el cambio climático como una amenaza cierta, el colapso de las ciudades y los modos de consumir). Otros valores, prioridades diferentes, percepciones más sutiles.
El control de nuestros cuerpos y una convivencia más agraciada con el territorio que habitamos requiere decisiones que alienten la paz, el amor y el agradecimiento por lo que nos ha sido dado.
Felicidades
Paso por estas páginas de Qi, tan cercanos al nuevo año, para dejarles el desafío de pensar por qué seguimos delegando el cuidado (de nuestro cuerpo, de la tierra, de nuestras organizaciones) en quienes no saben cuidar. Y descontando que pronto nos ocuparemos de revertirlo, levanto mi copa para que en los próximos años podamos agradecer el alimento de suave textura, sin veneno, fresco y cercano, los nuevos vínculos colaborativos, el amor alrededor.
El control de nuestros cuerpos y una convivencia más agraciada con el territorio que habitamos requiere la aparición de una corriente universal animada por decisiones que alienten la paz, el amor y el agradecimiento por lo que nos ha sido dado. No la guerra contra territorios y personas, contra las especies y nuestros organismos. Animémonos a elegir.