El cambio climático, por sí solo, no es algo necesariamente malo o dramático. Tampoco se relaciona en primera instancia con los seres humanos. Su definición más básica indica que se trata de las variaciones globales de temperatura generadas a largo plazo por factores naturales. Ahora bien, el ingrediente negativo lo aportan los acontecimientos, estudios y evidencias del último siglo que muestran que muchas actividades humanas son responsables de un aceleramiento de esa variación climática que sí resulta perjudicial y hasta catastrófica, porque no da tiempo a los ambientes, las especies y las sociedades a adaptarse. Como Día Internacional contra el Cambio Climático, cada 24 de octubre alude directamente a este accionar antrópico que tanto daño sigue produciendo a pesar de las medidas de mitigación que –vale mencionarlo– también se llevan a cabo en todo el mundo.
En todo caso, el lado positivo de la fecha es que funciona como un recordatorio de todo lo que hay por hacer para contrarrestar los efectos de la contaminación que producen muchas actividades industriales, la explotación indiscriminada de recursos naturales, y la pérdida sistemática de ecosistemas naturales, así como de qué manera los gobiernos, organismos nacionales e internacionales, y la sociedad civil pueden trabajar por la recuperación del planeta. Casi todas las miradas apuntan a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), es decir la acumulación de distintos compuestos en la atmósfera, que aumentan el calentamiento global y profundizan el cambio climático. Otra vez, si bien es un fenómeno que ocurre naturalmente y es incluso saludable para la supervivencia de muchas especies, el problema es la exacerbación que experimenta por culpa de las actividades humanas.
Las estrategias para reducir y eliminar esas emisiones son las más esperadas en los debates y encuentros sobre las posibles soluciones al problema. En este escenario, podemos destacar el caso de un compuesto en particular que, sin ser todavía del todo conocido, se está convirtiendo en “estrella” y merece ganar un poco más de fama. Con ustedes, el carbono azul. “Se trata de todo aquel carbono que es secuestrado y almacenado en ecosistemas vegetados marinos. A pesar de que estas áreas son pequeñas en comparación con otros ecosistemas boreales y tropicales, el rol que cumplen en la mitigación contra el cambio climático es esencial porque son capaces de capturar cantidades enormes de ese compuesto, evitando que vayan a la atmósfera”, explica Paulina Martinetto, investigadora del CONICET en el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (IIMYC, CONICET-UNMdP).
Esos ecosistemas que funcionan como extraordinarios reservorios de carbono son de tres tipos: manglares, formaciones vegetales leñosas arbóreas o arbustivas ubicadas en zonas costeras; fanerógamas marinas, praderas de pastos submarinas; y marismas, humedales inundados con vegetación emergente adaptada a suelos saturados. En nuestro país, más allá de algún pequeño manglar conservado en Tierra del Fuego, el único de estos ambientes presente son las marismas, que se extienden a lo largo de toda la costa desde la Bahía de Samborombón hasta Río Gallegos. “Lo importante es proteger estos ambientes por esa función que cumplen, y porque además también aportan otros servicios, como proteger la línea costera contra la elevación del nivel del mar y frente a tormentas severas, actuando como una barrera de defensa natural”, apunta la experta.
El carbono azul se encuentra en tres tipos de ecosistemas: manglares, fanerógamas marinas, y marismas. Estos últimos son los únicos que se encuentran en nuestro país. Es importante darlos a conocer para que el respeto y cuidado por ellos se haga extensivo.
Comparados con bosques o selvas tropicales, y a su vez con el rol ecológico que estos cumplen capturando el carbono, las marismas gozan de mucha menos fama. “Es cierto que no son tan carismáticas como otros lugares reconocidos incluso desde lo estético y que por eso son visitados por el turismo. A la vista, son como pastizales que pasan desapercibidos, pero ahí están y son el hogar de una biodiversidad única, con muchas especies, incluso, de interés comercial. Es nuestra función darlos a conocer y generar interés y conciencia sobre ellos”, expresa Martinetto. En cuanto a la conservación, más allá de no ser valoradas como deberían, afortunadamente la mayoría de las marismas se ubica dentro de algún área protegida, como parques nacionales o provinciales, incluso aunque estén en el interior de una propiedad privada.
“Las principales amenazas que atraviesan actualmente las marismas tienen que ver con el desarrollo urbano en los sitios en que se insertan, lo que muchas veces lleva a la eutrofización de las aguas, es decir un aumento del nitrógeno y el fósforo que a su vez provoca una proliferación descontrolada de algas fitoplanctónicas que afectan las condiciones naturales del ambiente”, desarrolla la científica. En la lista de desafíos, incluye el impacto de la ganadería y las quemas en algunas partes de la provincia de Buenos Aires, aunque destaca que se viene trabajando mucho con los productores para que la actividad sea controlada y no se utilice fuego. Por otro lado, hace hincapié en un riesgo futuro relacionado al aumento del nivel del mar, que podría provocar una retracción de los ecosistemas costeros. “Al encontrarse con rutas o ciudades cercanas, no queda mucho espacio para que la marisma avance hacia aéreas terrestres, así que aquí tendríamos otra dificultad a mediano o largo plazo”, describe.
Desde su laboratorio en el IIMYC, Martinetto forma parte de un nuevo proyecto de investigación que se propone determinar el stock de carbono azul en las marismas argentinas, es decir qué cantidad de carbono hay en sus suelos, como así también en la biomasa, es decir las plantas, y cuál es la tasa de secuestro por año por hectárea. “Esto es muy importante porque nos va a dar una dimensión de la capacidad de mitigar o contrarrestar las emisiones que tenemos en el país, así que son datos muy valiosos para el inventario de GEI. Para obtener esta información, siempre tienen en cuenta los bosques y otros ecosistemas que retienen carbono, pero las marismas han quedado un poco relegadas. Y también los vinculamos con ciertos factores biológicos locales y variables ambientales, como la influencia de las mareas, que pueden modificar la capacidad de las marismas de retener carbono”, desarrolla Martinetto, quien además de su trabajo local ha participado del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés).
Como colaboradora del grupo de trabajo 2 de la mencionada organización intergubernamental de las Naciones Unidas (ONU), Martinetto hizo su aporte específico al capítulo sobre océanos, áreas marinas, costeras y sus servicios. “En términos generales, lo que se desprende de este informe de 4 mil páginas es que la evidencia científica acumulada hasta el momento es inequívoca y el cambio climático es una amenaza para el bienestar humano y la salud del planeta. De ahí en adelante, cualquier retraso en concretar acciones globales hace que perdamos una pequeña ventana que todavía tenemos para asegurar un futuro habitable”, señala la experta al tiempo que subraya: “Otra cuestión que se destaca es la interdependencia del clima, la naturaleza y las sociedades humanas para analizar los riesgos y la vulnerabilidad pero también para el desarrollo de soluciones. Se integran las ciencias sociales, naturales y económicas con mucha más fuerza que antes, como así también los saberes indígenas y locales”.