¿Cómo lograr entregar un trabajo a término, estar actualizado en las redes sociales y a la vez, poder compartir con nuestros seres queridos? ¿Cómo fabricar más tiempo para estar en forma, hacer un hobbie y poder dormir tranquilo? Estas son algunas de las preguntas que nos hacemos a diario mientras el tiempo se nos escurre sin que nos demos cuenta.
En la era de la hiperconectividad, en la que se asocia la velocidad con la eficacia y en la que el estrés se ha convertido en moneda corriente, el movimiento slow aparece como un fenómeno revolucionario. Cada vez son más las personas alrededor del mundo que se niegan a aceptar el dictado de que lo rápido es siempre mejor y adoptan posturas “slow” en diferentes ámbitos.
¿En qué consiste esta corriente cultural? El término “slow” deriva del inglés y significa lento y se contrapone a “fast”, rápido. En este sentido, el movimiento propone tomarse el tiempo necesario para producir algo de calidad, disfrutar el proceso y adaptarse al ritmo natural del planeta.
El periodista canadiense Carl Honoré, autor del libro “Elogio de la lentitud” y uno de los referentes de este movimiento, afirma que la argumentación de la velocidad empieza por la economía: “El capitalismo moderno genera una riqueza extraordinaria, pero al coste de devorar recursos naturales con más rapidez de aquella con la que la madre naturaleza es capaz de reemplazarlos”.
En esa misma línea agrega: “Una vida rápida es una vida superficial. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida”.
Pero, dicho todo esto: ¿cómo es posible seguir siendo productivo sin tener que correr por la vida? Esta corriente no pretende abatir los cimientos de lo construido hasta el momento, sino que apunta al equilibrio: “Actuar con rapidez cuando tiene sentido hacerlo y ser lento cuando la lentitud es lo más conveniente. Tratar de vivir en la velocidad apropiada”, argumenta Honoré.
Esta corriente no pretende abatir los cimientos de lo construido hasta el momento, sino que apunta al equilibrio: “Actuar con rapidez cuando tiene sentido hacerlo y ser lento cuando la lentitud es lo más conveniente. Tratar de vivir en la velocidad apropiada”, argumenta Honoré.
El movimiento Slow no está controlado por una organización como tal. Existe bajo distintas manifestaciones. Entre ellas: la comunidad global Slow Food. Esta nació a raíz de una protesta liderada por el periodista italiano Carlo Petrini en el año 1986 frente a la apertura de un restaurante de comida rápida en la emblemática Plaza de España en Roma, Italia. Sostuvo que el culto a la velocidad estaba traspasando los límites de lo aceptable: “Vivir rápido, una actitud que trastorna nuestros hábitos, invade la intimidad de nuestros hogares y nos obliga a ingerir la llamada comida rápida”.
A partir de entonces, surgió la semilla del movimiento y en 1989, se fundó oficialmente el movimiento internacional Slow Food en París y se firmó su Manifiesto.
La socióloga María Eugenia Funes, investigadora del Conicet, sostiene que el foco está en el uso del tiempo: la clave no está tanto en qué es lo que se come sino en cómo se lo hace. “Desde esta postura, el Slow Food se vincula con propuestas de desarrollo de agricultura orgánica, que protejan la producción local, la salud de las personas y que se propongan reducir la huella de carbono, es decir que tanto la producción como el consumo de los alimentos sea lo menos perjudicial posible para el medioambiente”, explica.
La corriente Slow no termina aquí. Lo que comenzó siendo un cuestionamiento de la comida, se fue convirtiendo en una filosofía de vida. Muchos otros grupos se fueron apropiando de la idea de llevar una vida más plena y desacelerada hasta en las actividades más cotidianas. Es así, que la vida slow fue ganando terreno en otros ámbitos.
Cada vez son más las marcas que huyen del Fast Fashion -aquel mundo de la ropa desechable sin fin- y se pliegan al nuevo paradigma verde. Los adeptos del Slow Fashion se centran en transformar la forma en que se diseña, fabrica y consume a partir de un propósito de triple impacto: económico, social y ambiental.
En el ámbito de la arquitectura, los hogares slow son construidos de tal modo que la persona se sienta conectada con su entorno. Dentro de sus características, se destaca el uso de la luz natural, los espacios abiertos y multifuncionales, a los fines de adaptar las rutinas a los ritmos naturales. A su vez, se prefieren las locaciones cercanas al lugar de trabajo.
160 países, entre ellos Argentina, cubre la red global Slow Food que cuenta con más de 100.000 socios alrededor del mundo.
Inspirada en esta tendencia, surgió la iniciativa de “ciudades lentas”, más conocidas como “Slow City”. Los orígenes de este movimiento, se remontan a la Italia de 1999 y en la actualidad congrega a 176 ciudades en una red de 27 países de todo el planeta. Cada ciudad miembro se compromete a trabajar para mejorar la calidad de vida de las personas, proteger el medioambiente, resistir a la homogenización de los pueblos, promover la diversidad cultural y la singularidad de cada una de las ciudades, entre otros principios.
Cuando hablamos de paisajes urbanos slow, José Luis Fernández, semiótico investigador de la UBA, también incluye a las plataformas en las que interactuamos. “Esta corriente contracultural invita a prestar atención a lo micro, más allá de lo macro. Para habitar las plataformas, es necesario que incorporemos una práctica slow. Esto significa, oponerse al flujo constante de la novedad. Los fenómenos speed -rápido en inglés- llevan al abismo”, señala el especialista, autor de “Vidas mediáticas. Entre lo masivo y lo individual”.
Este movimiento también ha sido adoptado en el mundo del turismo. En ese sentido, las propuestas slow, promueven un turismo sostenible, no masificado, que invita a darle tiempo a la introspección, al ocio creativo, al disfrute y a la experiencia de conectarse con las personas, su cultura, su gastronomía y con el medioambiente.
Siguiendo esta tendencia, Honoré proclama que es imprescindible adoptar una filosofía slow en el ámbito laboral: “Las largas horas en el trabajo nos vuelven improductivos, tendemos a cometer errores, somos más infelices y estamos más enfermos”.
¿Es posible liberarnos de la enfermedad del tiempo? “Si”, expresa el teórico. Si desaceleramos los momentos, nos brindamos experiencias de ocio e introspección, actuamos mejor, somos más sanos y productivos en todos los aspectos de nuestra vida.