Vivimos engañados. Lo vemos en Google Maps, en fotos satelitales y demás imágenes de la canica azul en la que habitamos, retratada por misiones espaciales rodeada por un inmenso océano de oscuridad. Y aun así no hacemos nada.
Continuamos con la farsa. Lo sabemos: la Tierra no debería llamarse “Tierra” sino “Agua”. Más de dos tercios de la superficie del planeta están cubiertos de agua líquida y más del 20 % es hielo. Agua, water (inglés), vand (danés), eau (francés), wasser (alemán), atl (nahuatl), pani (nepalés). No importa el idioma que hablemos, cuáles sean las palabras que nos ayudan a pensar o las que alimentan nuestros sueños: el agua es la misma, la que fluye, la que escurre, lava, inunda, desborda, ahoga, aquella que calma la sed.
Aunque nuestros cerebros están compuestos por 75 % de agua, no pensamos en ella salvo en el instante mismo en el que abrimos la canilla y las cañerías crujen de dolor, se quejan ante la ausencia de un líquido hasta ese momento continuo. Es en ese preciso instante, cuando nuestra modernidad se desvanece. Nos sentimos despojados, como aquel sentimiento de abstinencia que florece en nuestro interior cuando se corta la electricidad o cuando nos quitan nuestro chupete informático, internet. “Miles han vivido sin amor -escribió el poeta británico W.H. Auden en 1957-, ni uno solo sin agua”.
Además de ser fuente de la vida, un bien económico, un recurso precioso a atesorar y manejar sabiamente, agente de cambio geológico y el arquetipo de todo lo que fluye, el agua ha sido desde siempre una constante fuente de fascinación, misterio y controversia. Como recuerda el escritor Philip Ball en su libro H2O: Una biografía del agua, este líquido es más que una molécula, una asociación de átomos, un objeto de la química, la única fórmula que todo el mundo se aprende.
Al agua se la ha vinculado con la pureza, el alma, lo maternal, la vida y la juventud. El francés Michel Pastoureau señala en su libro Azul: Historia de un color que en las antiguas pinturas cristianas el manto de la Virgen María era azul ultramar. En el Imperio romano, las novias se vestían de azul para simbolizar la modestia, la felicidad y el amor.
El agua ha sido la estrella de mitos de origen como el del mundo surgido de un océano primigenio o el diluvio bíblico, que también se puede rastrear en relatos de África, Australia, Eurasia y América. La mitología de muchas culturas y civilizaciones representa el mundo o el cosmos envuelto por aguas primordiales, un océano cósmico o un río celestial. Para los iraníes, su nombre era Frāxkard.
Además de ser fuente de la vida, un bien económico, un recurso precioso a atesorar y manejar sabiamente, agente de cambio geológico y el arquetipo de todo lo que fluye, el agua ha sido desde siempre una constante fuente de fascinación, misterio y controversia.
Como tema, es central en el Corán, el libro sagrado del islam que promete a los creyentes una vida después de la muerte con “jardines adornados con corrientes de agua” y “ríos de agua eternamente pura”, mientras que aquellos que rechazan las enseñanzas son condenados al fuego eterno y bañados con metal fundido.
No extraña esta omnipresencia en el folklore de los pueblos del mundo. Las civilizaciones más poderosas crecieron a la vera de reservas de aguas, de mares y ríos, como Egipto, China, el valle del Indo, lo que hoy es Irak y aquellas que se erigieron imbuidas en el Mediterráneo, como Atenas y Roma.
Aún así, pocos recuerdan sus raíces culturales. “En una época en la que el hombre ha olvidado sus orígenes y está ciego incluso a sus necesidades más esenciales para sobrevivir -advirtió Rachel Carson en Primavera silenciosa-, el agua, junto con otros recursos, se ha convertido en víctima de su indiferencia”.
El agua es el mayor tesoro de la Tierra, el elemento que la hizo habitable. Gracias al agua existimos. Nuestro planeta es una anomalía en el Sistema Solar: ningún otro planeta o satélite tiene océanos de agua líquida en su superficie. Hallarla afuera, ya sea en Marte, la Luna o en otros mundos sigue causando sorpresa y excitación.
“El agua fue la matriz del mundo y de todas sus criaturas. Del mismo modo que los colores más nobles y delicados se derivaron de esta tierra negra y corrupta, así surgieron las más disímiles criaturas de esa sustancia primordial que al principio sólo era un desecho sin forma. ¡Preservad el elemento agua en su estado indivisible! Y ved luego cómo se derivan de ella todos los metales, todas las piedras, todos los rubíes y carbúnculos brillantes, los cristales, el oro y la plata. ¿Quién podría reconocer todas esas cosas en el agua?”, escribió en el siglo XVI el gran maestro alquimista, Paracelso.
El agua está dentro nuestro -el 60% del cuerpo humano es agua- y a nuestro alrededor como el aparato circulatorio del mundo, el principal regulador de la temperatura terrestre. Se trata de un movimiento continuo: cada segundo, cada día, los ríos fluyen, las olas rompen contra la costa sin cansarse, el agua de los océanos se mueve en una especie de baile sincronizado, las nubes engordan y explotan en forma de lluvia.
Recién en las últimas décadas, el mundo ha comenzado a preocuparse por este líquido. Por su futuro, por quién lo controla. “Agua, agua por todas partes, ni una sola gota para beber”, sentenció en La oda del viejo marinero (1797) Samuel Taylor Coleridge. El poeta inglés exponía la gran broma de la naturaleza. Sólo el 3,5 % del agua que existe en la Tierra es agua dulce, bebible. China, por ejemplo, cuenta con una cuarta parte de la población del mundo pero solo posee el 6 por ciento del agua dulce del planeta.
La gran protagonista es el agua salada, agua vedada para nuestras gargantas y estómagos. Agua prohibida e imbebible ya que apenas ingresa a nuestros cuerpos provoca deshidratación: el organismo termina eliminando mucha más agua de la que consume.
De ahí surge el carácter dual del agua, su doble cara, las ambivalencias que alimentan nuestras propias contradicciones como especie. Cuando el agua abunda -en inundaciones, lluvias copiosas o en forma de superolas despertadas por terremotos submarinos- abruma, y cuando escasea -desierto, sequía-, el agua desespera.
Los Añú la tienen más clara. Como relató el antropólogo Claude Lévi-Strauss, para los miembros de este pueblo indígena de Venezuela hay dos tipos de agua: un agua creadora y otra destructora. Así, el agua “de abajo”, proveniente de los ríos, del mar, es la dadora de vida. Mientras que el agua “de arriba” o agua celeste es peligrosa, temible y mortal.
Esta ambivalencia acuática se advierte en su faceta oscura: al mismo tiempo que permitió la presencia de la vida, el agua históricamente despertó miedos y pesadillas que tuvieron como protagonistas a toda clase de bestias fabulosas escondidas en las profundidades marinas. El mar es un símbolo de lo misterioso, lo insondable, lo desconocido.
Curiosamente, el agua es vida y el agua, también, es el camino hacia la muerte. Para egipcios y asirios, los ríos Nilo y Tigris constituían la última morada de los muertos. Como el Ganges, para los hindúes. Para los antiguos griegos, el río Estix representaba el límite entre la tierra y el mundo de los muertos, la vía que conducía al Hades.
Nuestras concepciones del agua y su gestión como recurso escaso no solo atañen así a las ciencias sino también a las dimensiones menos tangibles de la cultura. No hay que olvidarlo: la historia de nuestra especie es esencialmente líquida. Y nuestro futuro -como nuestro pasado evolutivo lejano-, acuático.