Apareció en algunos medios como la colocación de una “media sombra” en la atmósfera para enfriar el planeta y frenar el calentamiento global, mitigando con ello los efectos del cambio climático. En realidad, se trata de la posibilidad de inyectar en la estratósfera -una de las cinco capas que componen la atmósfera y que se encarga de absorber gran parte de la radiación ultravioleta que llega a la Tierra- cantidades monumentales de partículas en aerosol para lograr un descenso de la temperatura. Lejos de ser una fantasía, consiste en una estrategia seria -también extrema- de geoingenieria, tal como se conoce a la manipulación o intervención deliberada de fenómenos a escala terrestre, principalmente relacionados al clima.
“La idea surgió después de la erupción del volcán Pinatubo, en Filipinas, en 1991, cuando se observó que la temperatura promedio del planeta bajó medio grado centígrado (°C) y así se mantuvo durante varios meses”, cuenta la climatóloga argentina Inés Camilloni, investigadora del CONICET en el Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera (CIMA) y profesora de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Las cenizas expulsadas en esa erupción alcanzaron una altura de 34 kilómetros cuadrados y se esparcieron más allá de los cálculos por un tifón que afectó la zona. De esa manera, se formó una especie de “pantalla” frente a la radiación solar que tuvo un efecto de enfriamiento a escala global.
Desde entonces, comenzó a estudiarse la posibilidad de emular este efecto volcánico. “Todavía no se sabe qué partículas se usarían para provocar el enfriamiento de esta manera, pero sí es seguro que no podrían contener azufre, que es lo que hay justamente en las erupciones volcánicas, porque si ingresaran a la estratósfera dañarían la capa de ozono”, explica Camilloni, y continúa: “La sustancia a utilizar debería ser de origen natural, estar disponible en cantidades abundantes en la naturaleza, y por supuesto no generar ninguna interferencia peligrosa con algún otro componente del sistema climático, la salud humana, o los ecosistemas”.
“Aún no se sabe qué sustancia se podría utilizar para inyectar en la atmósfera, pero no podría ser azufre, ya que eso dañaría la capa de ozono. Debería ser algo de origen natural, disponible en cantidades abundantes en la naturaleza, e incapaz de generar interferencias peligrosas con algún otro componente del sistema climático, la salud humana o los ecosistemas”, Inés Camilloni.
Así como el tipo de partículas a emplear es un aspecto que está en estudio, también se analiza en cuánto se bajaría la temperatura terrestre. “Es una decisión que habría que tomar, y que sería en función del calentamiento global, que es lo que se intenta contrarrestar: las consecuencias de la incorporación continua y creciente de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera a manos de la humanidad”. Otro aspecto importante de esta estrategia tiene que ver con la mecánica de su implementación: una vez que se ponga en marcha, la inyección de partículas deberá sostenerse periódicamente durante bastante tiempo, ya que interrumpirlas de un momento a otro generaría un efecto rebote de la temperatura que la haría aumentar muy rápidamente.
“Sin duda está pensada como un complemento de otras acciones: esta estrategia debe ir acompañada de la reducción de emisiones de CO2, metano y óxido nitroso como un paso imprescindible y sostenido en el tiempo”, subraya la especialista. Es que las causas que han llevado al planeta a la drástica situación actual son bien conocidas, como también lo son las medidas y conductas necesarias para comenzar a revertirla. Camilloni califica de “fracaso” a la posibilidad de tener que recurrir a esta estrategia de intervención climática solo por no haber sido capaces de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero o de establecer una transición hacia las energías renovables.
Al repasar otras alternativas de geoingeniería para lograr el mismo efecto, la investigadora menciona el blanqueamiento de las nubes que están sobre las regiones oceánicas para que reflejen más la luz del sol y así reducir la temperatura del agua o lo que tengan debajo. Otro método es la utilización en las ciudades de materiales más reflectivos para contrarrestar el efecto de la “isla urbana del calor”, provocado por la acumulación de estructuras de hormigón y cemento. “También se habla de instalar algo así como grandes espejos en la altura de la atmósfera, para también reflejar más energía solar, o hacer que las nubes altas, llamadas cirrus, sean más delgadas para permitir que más de la energía infrarroja que emite la superficie terrestre, escape hacia el espacio en lugar de quedar atrapada en la atmósfera”, añade.
Como campo de estudio, la geoingeniería es en Sudamérica algo muy nuevo, “con lo cual no hay todavía una posición asumida, pero sí muchas investigaciones sobre los impactos de las distintas estrategias: qué pasaría con el ciclo del agua, con la disponibilidad de la lluvia, o con los caudales de los grandes ríos”, explica Camilloni, que asegura que en esta parte del mundo “contamos con gran capacidad científica y técnica para este tipo de estudios”. En este sentido, no hay todavía discusiones en términos políticos frente a estas cuestiones “pero un buen paso para avanzar tiene que ver con conocer cuáles serían las consecuencias de estas técnicas en nuestra región para poder tomar decisiones por lo menos informadas y basadas en el conocimiento científico”, concluye.