Se llama Fondo Whitley para la Naturaleza (WFN, por sus siglas en inglés) y es el sostén de los Premios Whitley, un reconocimiento internacional que se otorga todos los años desde 1994 a proyectos de conservación de la vida silvestre en América del Sur, África y Asia, y que consiste en una importante suma de dinero para apoyar las investigaciones elegidas. Conocido popularmente como el “Oscar Verde”, se trata de uno de los reconocimientos más prestigiosos en materia ambiental, y se celebra cada primavera británica en la Real Sociedad Geográfica de Londres. Las ediciones 2021 y 2022 tuvieron entre sus ganadores a un investigador y una investigadora del CONICET respectivamente, ambos representantes de sendos programas integrales de protección de dos especies animales endémicas de nuestra región que se encuentran seriamente amenazadas.
La ganadora de este año es Micaela Camino, investigadora del CONICET en el Centro de Ecología Aplicada del Litoral (CECOAL) y a cargo del Proyecto Quilimero, una iniciativa que busca proteger al pecarí quimilero, un “chancho de monte” endémico del Chaco que está incluido en la lista roja de especies en peligro de extinción de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).
Asociada a este trabajo, la propuesta premiada tiene el objetivo de apoyar y aumentar las capacidades de las comunidades humanas locales para así contribuir con el resguardo de este mamífero que, según los pronósticos, podría desaparecer en menos de 30 años. “Esta especie necesita los bosques secos para sobrevivir y reproducirse y, en base a estudios previos, sabemos que no se adapta a otros ecosistemas, es decir que no puede habitar los campos de soja, sorgo y pastizales con pastos exóticos en los que se convierten estas áreas a medida que el desmonte avanza”, explica Camino.
Las amenazas que acechan al quilimero son muchas. La primera y principal, claro está, es la deforestación que destruye los bosques que habita naturalmente. Pero además, al tratarse de un mamífero de gran porte –puede medir más de un metro y pesar 40 kilos– es víctima tanto de cacería de subsistencia por parte de las comunidades locales, como así también de cazadores de otros pueblos y ciudades que esquivan los controles, e incluso de perros que andan sueltos a pesar de tener dueño. “Y a esto se le suman otras prácticas como el desmonte con topadoras con cadenas para ampliar la frontera agropecuaria, y las quemas intencionales, que encierran y matan a un montón de animales”, señala la experta, y continúa: “Es una combinación de factores que comprometen su subsistencia, porque además en caso de que puedan desplazarse, lo que queda de bosque protegido en Bolivia y Paraguay es menos del 1 por ciento de la distribución del quilimero y no garantiza su conservación a largo plazo”.
El foco de abordaje de la propuesta está puesto en las comunidades del lugar, formada por indígenas y familias criollas campesinas que hacen usos tradicionales del bosque: ganadería de bajo monte, es decir con unas pocas vacas y cabras, y colecta de frutos, raíces o chaguar, una fibra vegetal con valor textil. “El avance del desmonte también acorrala a estas poblaciones porque aumenta la propiedad privada y escasean los animales silvestres, entonces quedan sumidas en una pobreza extrema, con índices de desnutrición altísimos y muy pocas alternativas de subsistencia, porque además las políticas públicas tampoco acompañan las necesidades de desarrollo que incluya sus cosmovisiones”, detalla Camino. Por eso, el aporte fundamental que se propone tiene que ver con incluir a estas familias en sus investigaciones, teniendo en cuenta los intereses que les competen e ir buscando soluciones.
“Proponemos hacer un acompañamiento profesional integral, porque por ejemplo muchas veces ellos mismos terminan cortando sus propios árboles a cambio de muy poco dinero, y eso no sucedería si conocieran sus derechos y los valores del mercado. La mayoría de las personas indígenas y criollas que conocemos de trabajar en la zona defienden el bosque y quiere tenerlo en pie, entonces necesitan crear una red que las fortalezca y les permita quedarse en sus hogares y tener un desarrollo y una vida digna”, apunta Camino, y concluye: “Las comunidades locales pueden acceder a cadenas de comercio justo de la mano de la producción de miel, de algarroba, de artesanías, e incluso un manejo sustentable de la fauna podría brindar garantías en cuanto a la seguridad nutricional. Necesitan robustecerse y aumentar su visibilidad”.
En su edición 2021, los Oscar Verde también tuvieron entre sus galardonados a un investigador del CONICET, en este caso representando un proyecto que promueve la conservación del macá tobiano, un ave de cuerpo blanco y cabeza colorada descubierta en 1974 que habita lagos y lagunas en la provincia de Santa Cruz.
En 2009 y casi por casualidad, como invitado en una campaña de monitoreo organizada por las ONG Aves Argentinas y Ambiente Sur, Ignacio Roesler, de la Fundación Bariloche, se encontró con que en la zona prácticamente no quedaban ejemplares, y eso provocó un giro a su carrera hacia el estudio en profundidad de la situación de esta especie. Desde entonces, los números solo fueron empeorando: de 5 mil individuos contabilizados para el año 2000, hoy se calcula que quedan apenas unos 750.
El motivo, naturalmente, no es solo uno: el cambio climático, el aumento en la velocidad del viento y las sequías son factores que reducen su hábitat reproductivo. A esto se suman las obras de infraestructura a lo largo de sus rutas migratorias, como la construcción de represas, que alteran su vuelo. Como si fuera poco, también se ve acechado por especies invasoras, como el visón americano y la trucha arcoíris. “La situación es compleja no solo para el macá tobiano, y esto es así porque se trata de lo que se denomina una especie paraguas, es decir que algunos aspectos de su biología hacen que requiera espacios muy grandes, sistemas ambientales completos o necesidades de alimentación muy amplias, que generan que, al protegerla a ella se está protegiendo a todo un ambiente y un sistema de comunidades de otras especies que viven en la misma región”, describe el científico.
En temporada de reproducción, el macá tobiano habita las lagunas de altura del oeste de Santa Cruz, ecosistemas de mesetas muy importantes para muchas especies acuáticas que viven allí. Por eso, controlar las amenazas y las especies invasoras contribuye a la preservación de todo el ambiente y el conjunto faunístico. Y lo mismo con los estuarios de los grandes ríos a los que migra en invierno que, explica Roesler, son “sistemas hiperproductivos, entonces identificando al macá como un valor de conservación y actuando para protegerlo, queda protegida toda una riqueza ambiental enorme”. Otra cuestión por la que destaca esta ave es que se la considera “bandera”, es decir, representante o símbolo de un determinado territorio, como sucede con los osos panda o los tigres. “Es un animal que la gente conoce y quiere por su coloración, sus danzas y su carisma, entonces genera un apoyo que repercute en un montón de especies que son mucho menos visibles”, añade.
El premio Whitley impacta en los proyectos de dos maneras igual de importantes: por un lado, gracias a un financiamiento en libras esterlinas para el impulso de sus estrategias de acción y, por otro, la enorme visibilidad que les da, lo cual repercute muy positivamente en la búsqueda de potenciales recursos a futuro, apoyo institucional y nuevas postulaciones a otras distinciones. Cabe mencionar que las ediciones 2018 y 2019 también tuvieron entre sus ganadores a científicos del CONICET, concretamente Pablo García Borboroglú, con un proyecto referido a la conservación de pingüinos, y José Sarasola, para la conservación del águila del Chaco.