“Los franceses solo sabemos hacer bien una cosa: hablar”. Palabra de Corine Pelluchon (Barbezieux-Saint-Hilaire, 1967) que, haciendo gala de su pasaporte, ha venido aquí a eso, a hablar de su libro. Profesora de filosofía de la Universidad de Paris-Est-Marne-La-Vallée y especialista en bioética y ética aplicada, se ha convertido en pocos años en uno de los nombres de referencia del antiespecismo. Su última obra en castellano, Manifiesto animalista. Politizar la causa animal (2018, Reservoir Books), resuena más necesaria que nunca ahora que esta pandemia lo ha cambiado todo. O casi todo.
Antes de que Rooney Mara y Joaquin Phoenix, en su faceta de productores, estrenen The End Of Medicine, un nuevo documental que pretende mostrar los vínculos entre ganadería y enfermedades zoonóticas como la covid-19, Pelluchon ya había alertado de esos nexos. “La violencia contra los animales es un ataque directo a nuestra humanidad”, asegura por videoconferencia la ensayista desde su casa en París, que preside un retrato de Abraham Lincoln en lo alto de su biblioteca. “Tanto España como Francia vamos muy atrasados en cuestiones de bioética si nos comparamos, por ejemplo, con Alemania. Y eso que Francia solía ser un país en vanguardia”, explica antes de recordar cómo se hizo vegetariana en 2003 y, una década después, dio el paso al veganismo. “No fue nada complicado dejar la carne o el pescado. El queso me costó mucho más. Era como una adicción”, reconoce mientras su gato asoma por la retaguardia.
¿Cómo fue su primer contacto con el animalismo?
Alrededor del año 2000 empecé a abrir los ojos respecto a la manera en la que producimos carne. Poco después dejé de comerla por motivos ecológicos, pero no fue un choque como el que sí sufrí después. En 2008 comencé a interesarme por la autonomía y la vulnerabilidad [unos estudios que desembocarían en 2011 en su ensayo Elementos para una ética de la vulnerabilidad] y a trabajar con pacientes de alzhéimer, de enfermedades degenerativas del sistema nervioso y de demencia. Visitando esos hospitales me volví muy sensible respecto a unos individuos que en muchos casos no podían hablar ni defenderse por sí mismos. Cuando estaba investigando sobre esas materias no podía dejar de pensar en los animales, unos seres que tampoco pueden hablar o defenderse. Fue ahí cuando me comprometí profundamente y comencé a ver el daño que provocamos. Mi idea es hacer de esta causa el centro de la redefinición del humanismo. La manera en la que tratamos a los animales arroja luz sobre la estructura filosófica, ética y legal de nuestra sociedad. Es una cuestión que nos debe obligar a evolucionar.
En Manifiesto animalista aboga por la “zoópolis”, un término popularizado por Sue Donaldson y Will Kymlicka en su libro homónimo. Se trata de un tipo de sociedad democrática donde se tendrían en cuenta los derechos de los humanos y las necesidades de los animales. Pero hoy se asume que naturaleza y humanidad son figuras opuestas y que esta debe prevalecer. Quizás ese sea uno de los problemas clave…
Exacto. El principal problema es la necesidad de dominación que tenemos. Hemos desligado la naturaleza de los seres humanos. Hemos olvidado que nosotros también somos animales, que compartimos con ellos nuestras vulnerabilidades y que ellos también cuentan en el planeta, porque sienten dolor y tienen preferencias. Lo principal es ayudar a la gente a cambiar sus marcos mentales. La dominación es una manera de interactuar con el diferente, sea humano o no. Hay diferencias entre el racismo, el sexismo, el especismo y otras discriminaciones, claro, pero todas ellas tienen en común la dominación. Y el punto de partida de mi crítica a la dominación es tomar en consideración a los que son más vulnerables. Esta pandemia nos ha confrontado con esta realidad: en algún momento vamos a necesitar de los demás, no somos partículas aisladas.
Muchos filósofos clásicos argumentan que los animales no deberían tener derechos, puesto que no tienen deberes. ¿Cuál es su posición al respecto?
No deberían tener los mismos derechos que nosotros, es evidente. Nadie está pidiendo que tengan derecho a voto. Pero esa manera de pensar es realmente anticuada. Actualmente garantizamos una consideración moral a personas que no pueden hablar ni razonar como nosotros. Por ejemplo, los individuos que sufren severos déficits cognitivos tienen derechos, aunque no tengan prácticamente ningún deber y nosotros sí que tengamos deberes respecto a ellos. Creo que deberíamos añadir unas obligaciones positivas respecto a los animales que los protejan de nuestro abuso. Quien asegura que no deberían tener derechos, olvida que estos son cuestión de límites, de lo que podemos y no podemos hacer. Y algunos derechos no están dispuestos únicamente para adultos en plenitud de facultades, sino también para quienes aún no han nacido o para quienes padecen enfermedades degenerativas.
Aunque su ensayo tiene un trasfondo idealista, los capítulos finales son bastante pragmáticos, con ejemplos prácticos de cómo avanzar ahora mismo en esa dirección, aboliendo las corridas de toros o las monterías. Pero incluso esas medidas tendrían ahora mismo muchos detractores.
En realidad el libro es un manifiesto: se dirige tanto a políticos y legisladores como a un público más amplio. Lo escribí porque deseaba mostrar que esta causa es muy profunda y tiene diferentes niveles. La idea era ofrecer un método con el que poder introducir este tema en el contexto de una sociedad pluralista. Yo soy vegana, pero no puedo pedir a todo el mundo que se haga vegano o que se prohíba la ganadería. Tenemos que respetar las diferencias de pensamiento, tratar de encontrar puntos en común y prohibir ciertas prácticas que ya no son toleradas por la gran mayoría de la población.
Todos podemos aportar un poco. Cada vez que comemos, es como si votáramos. Los alimentos que cada uno compramos tienen un impacto en la cadena de producción y en reducir o aumentar el calentamiento global.
Afirma que la abolición de la esclavitud y cómo aquel logro consiguió transformar radicalmente la economía mundial sin destruirla debería ser el camino para el antiespecismo.
Mi gran inspiración ha sido Lincoln, un hombre que sabía que la abolición de la esclavitud era una causa de toda la humanidad, no solo de los negros. Él era muy consciente de los prejuicios contra estas nuevas ideas por parte de los que no veían el mundo de esa manera. En nuestro caso, por ejemplo, si llegáramos a un acuerdo para que los elefantes o leones no tengan cabida en los circos, deberíamos apoyar con diferentes recursos al que hasta ese momento se ha ganado la vida con eso. Que pueda reciclarse laboralmente. No puedes decir: “Esto ahora está prohibido, así que búscate la vida”. Tenemos que ayudar para que pueda reorientarse. Hay que llegar a acuerdos, aunque exista gente con la que pueda parecer imposible tener nada en común. Al fin y al cabo, la democracia implica conflictos ideológicos.
Es bastante crítica con el capitalismo y afirma que un cambio radical en nuestra relación con los animales jamás será posible dentro del actual sistema, porque se basa en la explotación.
Si se observa la industria alimentaria, se ve claramente. El capitalismo no es solo un sistema económico, sino un sistema antropológico basado en la explotación sin límites de la tierra y de los seres vivos para beneficio de una minoría, en el que prima la reducción de costes a cualquier precio y en donde el fin justifica los medios. El capitalismo no es compatible con el respeto a las limitaciones del planeta, no es compatible con el medioambiente, no es compatible con la salud de los humanos y no es compatible con el bienestar animal. Punto final.
Pero en algunas entrevistas usted se autodefine como liberal.
Sí, soy políticamente liberal: creo que la libertad es muy importante. Y creo que tenemos que convencer a los demás de nuestras ideas. La clave del progreso moral y social es el consentimiento y la ilustración. No me gustan los que apuestan por gobiernos del miedo, por las tiranías. También soy liberal en el sentido de que no soy enemiga del mercado. La cuestión es regular ese mercado. En este sistema en el que vivimos ahora la ganadería se ha convertido en una industria y no lo es. No me importa que se hagan teléfonos móviles en una cadena de producción, pero, para mí, una vaca o cualquier otro animal no es igual que un teléfono y no puede ser tratada como si lo fuera.
Esa revolución de la que habla debería empezar por cambios individuales, pero los humanos solemos ser reacios a modificar nuestra forma de vida.
No se puede forzar a nadie a cambiar. Sí que podemos acompañar a quienes quieran hacerlo. Por eso, la actitud de algunos activistas tampoco es de mucha ayuda cuando afirman que quienes comen carne son monstruos, porque se olvidan de que la mayoría de nosotros hemos crecido haciendo eso. Darse cuenta de esta situación lleva tiempo y coraje. Cuando yo me di cuenta de todo lo que implicaba fue un choque. Parte de mi alegría desapareció, porque según paseaba por la calle todo me recordaba a eso: mostradores con trozos de carne, diferentes olores saliendo de bares y restaurantes, las prendas de cuero o los abrigos de piel. Puedo pensar que están ciegos, pero no son monstruos. Hay que deshacerse de muchos prejuicios para darse cuenta de estas cosas. Y la rutina es muy poderosa.
La selva amazónica está siendo destruida principalmente para cultivar soja. Y, según la mayoría de los estudios, entre el 70% y el 90% de esa soja se utiliza como forraje para la ganadería. Usted asegura que esa sería otra buena razón para hacerse vegano.
Hay muchas razones para hacerse vegetariano o vegano, pero si la gente cambiara su modo de vida gracias a los argumentos, la humanidad sería vegetariana hace mucho tiempo. Desgraciadamente los argumentos no son las fuerzas motrices de la historia. El dinero, los afectos y las emociones sí lo son. Se cambia por algún tipo de impacto, por interés o por un cambio emocional, no a fuerza de argumentos.
En su obra sí que apunta más argumentos en favor del veganismo, como que la ganadería es la responsable del 18% de las emisiones de gases de efecto invernadero, más que todos los medios de transporte juntos, incluidos aviones y coches.
Sí, muchos entienden eso y se indignan, pero lo olvidan inmediatamente. Las consecuencias de nuestro actual estilo de vida son tan enormes y tienen impacto en tantas áreas que, al final, la gente tiende a no sentirse responsable de sus actos. Acabamos actuando como máquinas, porque tampoco vemos las caras de los seres a los que perjudican nuestras acciones. La estructura de la responsabilidad en esta era del Antropoceno ha cambiado totalmente. Nuestros antepasados, cuando infligían un daño a alguien, veían su cara. Ahora puedes comprar una camiseta fabricada en Asia por menores de edad mal pagados y jamás te vas a tener que poner delante de ellos.
¿Qué se puede hacer cuando negacionistas climáticos como Jair Bolsonaro en Brasil o, antes, Donald Trump en Estados Unidos están en el poder?
Todos podemos aportar un poco. Cada vez que comemos, es como si votáramos. Los alimentos que cada uno compramos tienen un impacto en la cadena de producción y en reducir o aumentar el calentamiento global. Al igual que si todo el mundo dejara de comer foie-gras, no habría compañías interesadas en producirlo. El consumidor tiene cierto poder.
Algunos científicos vinculan la destrucción de las selvas tropicales con la zoonosis y la propagación de virus como el de la covid-19. ¿Cree que va a haber avances en ese terreno debido a la pandemia?
No lo sé. Está claro que nos encontramos en un cruce de caminos y que muchas personas están abriendo los ojos, porque esta pandemia está teniendo terribles efectos tanto a nivel económico como social. Muchos se han dado cuenta de que este modelo no funciona, que tiene efectos desastrosos y que hay que cambiar. Pero hay quien no quiere aceptar esos cambios y pretende volver al mismo punto en el que estábamos hace un año. Es el viejo mundo que se resiste a morir. Lo vemos también con el feminismo o el antirracismo: cuando se amenaza el antiguo orden, este responde con violencia. Creo que todas estas causas un día vencerán, al igual que el animalismo, aunque no creo que yo siga viva para verlo.
Parece que la mayoría de los gobiernos e instituciones no van a la raíz del problema y solo están tratando de resolver sus consecuencias.
Es cierto, pero es que esos poderes pertenecen al antiguo orden. Creo que los gobiernos van muy por detrás de los ciudadanos al enfrentarse a estas cuestiones.
En su manifiesto denomina esta época como “la edad de la desolación, donde el individuo solo se percibe como una fuerza de producción y consumo”. ¿Hay espacio para el optimismo?
No soy muy optimista, aunque el optimismo o el pesimismo son solo impresiones. Puede que actualmente algunos no estén preparados para los cambios, pero a largo plazo estoy segura de que descubrirán que este modo de vida tan materialista e individualista no les reporta felicidad. Espero que después no encuentren refugio en la religión, porque me considero una mujer de la ilustración y creo en la emancipación y el progreso social. Las fuerzas reaccionarias son muy fuertes y nuestro deber es mostrar que el cambio es posible y que hay otras opciones. Además, nunca se sabe cuándo una idea puede llegar a convertirse en realidad. Por ejemplo, Spinoza en el siglo XVII ya reivindicaba lo que hoy llamamos democracia y la separación entre Estado e Iglesia. Tuvimos que esperar unos cuantos siglos para llevar eso a la práctica.
Artículo publicado en El país por Igor López