A nosotros nos interesa que vos te vayas de acá con la información más clara posible, hacer docencia, dice la mujer que está sentada del otro lado de la pantalla, en lo que parece el balcón de una torre muy alta. Son las 12, el encuentro es virtual, y se suman desde sus casas otros dos ejecutivos de la misma empresa alimentaria, una de las más grandes del mundo. Tienen lista una presentación en power point, la misma que, también en estricto off the record, mostraron a otros periodistas que buscan conocer la posición de la marca sobre el tema del momento: la ley de rotulado frontal que se debate en Argentina.
La empresa se dedica a producir alimentos que a priori uno pensaría saludables. Sin embargo, admiten su principal preocupación: los sellos de advertencia alcanzarán al 100% de los productos que ofrecen, incluso aquellos que se autoproclaman light o repletos de nutrientes.
Usan gráficos armados con flechas de colores, cuadros comparativos y ejemplos que buscan demostrar lo que ellos llaman las “incongruencias” del proyecto. Es un material amable y didáctico. Pero, al igual que sus nombres, solicitan no difundirlo: se trata de un documento interno que utilizan, dicen, para “sensibilizar” a sus empleados.
En otros temas vinculados a la economía y la política no existe tanto secretismo. Pero al realizar este reportaje nos encontramos con que el pedido de confidencialidad alcanza a otras empresas y también a funcionarios acostumbrados a plantear sus posiciones y discutir públicamente sobre cualquier otro tema.
No es algo exclusivo de la Argentina. El debate del etiquetado generó resistencias virulentas en todos los países de Latinoamérica en los que fue planteado. “Fue un combate de guerrilla difícil de ganar”, resumió en una nota del New York Times Guido Girardi, el senador chileno que lideró la aplicación de la ley que finalmente entró en vigencia en ese país en 2016.
En el power point local para empleados y periodistas hay ejemplos como este: una bebida de Starbucks que se alza en copos de crema batida y jarabe, acompañada de dos medialunas que brillan grasosas sobre una bandeja de plástico. “Esto, como no está envasado, no tendrá octógonos”, dice la mujer mientras pasa los slides. “En cambio un yogur en la góndola va a tener tres sellos negros. Entonces, ¿estamos educando al consumidor? La verdad, para tener esa ley es preferible no tener ley”, dice la ejecutiva. En sus palabras, la iniciativa que recibió el respaldo masivo del Senado es un gran malentendido que es necesario revertir.
Otras compañías opinan igual. Dan los mismos argumentos, aunque antes de hacerlo piden apagar el grabador.
A las empresas les preocupa la ley. ¿Quiénes la apoyan? Unicef, La Sociedad Argentina de Pediatría, la Organización Panamericana de la Salud y la Fundación Interamericana del Corazón, por nombrar solo algunas entidades.
Ley de Promoción de la Alimentación Saludable: así se llama el proyecto que espera ahora en la Cámara de Diputados. Establece la obligación de aplicar sellos de advertencia con forma octogonal y color negro a los alimentos elaborados con exceso de azúcares, grasas saturadas, grasas totales y sodio, denominados nutrientes críticos.
El texto, que obtuvo media sanción del Senado el 30 de octubre de 2020 casi por unanimidad, es resultado de la unificación de 15 iniciativas presentadas sobre el tema y ajustadas durante largas jornadas de debate en comisiones.
La obligación de imprimir sellos de advertencia en los productos que tengan “exceso” de “nutrientes críticos” se fundamenta en su relación con la hipertensión, la hiperglucemia y la obesidad. Es decir, los factores de riesgo asociados al 40% de las muertes del continente según la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
El proyecto busca generar una advertencia y, a la vez, cuidar al segmento más vulnerable de la población: las infancias. Por eso a los sellos se suma la prohibición del uso de personajes y promociones que atraigan a los niños, los anuncios en segmentos infantiles y el expendio de productos etiquetados en escuelas y entornos educativos.
La situación es alarmante. Un informe reciente de Unicef, OPS, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Programa Mundial de Alimentos señala que la Argentina tiene el primer puesto de la región en sobrepeso en menores de 5 años. El dato alcanza al 13,6% de esa población y escala al 41% en chicos y chicas de entre 5 y 17 años. Desde los kioscos de las escuelas hasta cualquier espacio para su entretenimiento, todo el universo infantil está rodeado de comestibles cargados de azúcar, edulcorantes, grasas y sal envueltos en paquetes coloridos que, además, inundan con publicidad las redes sociales que más navegan, como YouTube, Instagram y Tik Tok.
Tres años después de aplicarse el etiquetado frontal de advertencias Chile redujo un 25% el consumo de bebidas azucaradas. Y un estudio reciente de las universidades de Berkeley y Stanford, encontró que cinco años más tarde había cambiado la demanda de productos que las personas creían eran saludables pero en realidad no lo eran, como muchos cereales y lácteos destinados a niños y niñas.
Perú fue el segundo país en implementarla, en junio de 2019, y una investigación de hábitos indica que el 37% de los habitantes de Lima dejaron de consumir casi por completo productos con octógonos.
Pocos meses después lo siguió Uruguay, que debió sortear la resistencia que la Argentina impuso a su propuesta dentro del Mercosur. Un informe de Unicef comprobó que el 58% de los consumidores uruguayos cambió su decisión de compra al ver los octógonos.
Según datos del Ministerio de Salud, en 2019 se estima que la obesidad generó un costo de entre $140.000.000 y $570.000.000 millones.
Finalmente, en noviembre de 2019 la ley se aprobó en México, el principal consumidor de gaseosas del mundo. Comenzó a regir en octubre de 2020 e investigadores del Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) proyectaron una reducción diaria del consumo de calorías que podría evitar 1,3 millones de casos de obesidad en los próximos cinco años.
En el tiempo que pasó desde la implementación de la ley pionera hasta la más reciente, la norma se fue perfeccionando. Cuando las personas en Chile cambiaron sus hábitos y varias marcas sus fórmulas se disparó el consumo de edulcorantes, algo que -según evidencia científica- puede no ser bueno para la salud, particularmente en la infancia. Por eso México agregó el sello “Contiene edulcorantes. No recomendable en niños”. A su vez los paquetes que contengan cafeína, como las gaseosas, también quedan marcados: “Contiene cafeína. Evitar en niños”. La Argentina inspiró su proyecto de ley en esa última versión.
Es un cambalache. Yo me peleo todos los días con mi hijo para no darle galletitas y darle yogurt y un día él se me va a rebelar y me va a decir “papá, esto es lo mismo”, mirá los sellos, dice visiblemente crispado, uno de los ejecutivos de la empresa alimenticia que no quiere dar a conocer públicamente su opinión en esta reunión de secretos y presentaciones coloridas.
Ultraprocesados, una referencia clave
“Sin conservantes”, “sin JMAF”, “sin colorantes artificiales”. Aunque se resistan a los sellos, basta recorrer las góndolas del supermercado para darse cuenta de que las marcas buscan tentar con rótulos más limpios. Pero al momento de intentar obtener información completa es imposible. En Argentina los fabricantes de comestibles no están obligados a comunicar cuánta azúcar agregan a los preparados y hay datos prácticamente encriptados en siglas y números solo comprensibles para expertos. Comer sin saber qué son estos productos -por otro lado, cada vez más sabrosos- resultó en un aumento exponencial de su consumo: en los últimos años solo en Argentina creció 180 por ciento.
“Ultraprocesados”, ese es su nombre técnico. La denominación surgió en Brasil con la publicación en 2009 del sistema NOVA, y cobró fuerza con la Guía Alimentaria para la Población Brasileña del Ministerio de Salud en 2014. Allí se categorizó por primera vez a los alimentos según su grado de procesamiento. Existen los alimentos sin procesar o mínimamente procesados, los procesados con agregados de azúcar, aceite o sal y los ultraprocesados: productos cuya matriz está diseñada con ingredientes refinados carentes de los nutrientes con los que cuentan los alimentos en su estado natural; y maquillados con aditivos que emulan frutas, verduras, granos. Desde entonces la calificación ha sido tomada por investigadores dedicados a probar que el consumo de ultraprocesados aumenta las posibilidades de sufrir diabetes, distintos tipos de cáncer, enfermedades cardíacas y nefrológicas, entre otras.
“Hay algo erróneo en llamar alimentos a los ultraprocesados porque en realidad son diseños comestibles. La industria elige los ingredientes más baratos para hacerlos y a la vez usa recetas que no tienen sólo exceso de nutrientes críticos sino también combinaciones que nos resultan adictivas y que nos quitan autonomía porque inhiben nuestra autorregulación, como puede ser el jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF) o el glutamato monosódico” dice el nutricionista Ignacio Porras, miembro de la organización Sanar y parte de una nueva camada de profesionales de la salud que tomaron esta causa como lucha propia.
Cuatro horas y 24 expositores: así fue la jornada que dio el 29 de octubre media sanción a la ley en Senadores. Hablaron a favor y en contra. Esta vez tampoco se escuchó a las marcas, solo a sus representantes institucionales. ¿Quiénes son? La Cámara Argentina de la Industria de Bebidas sin alcohol (Cadibsa) -donde llevan la batuta Coca Cola y su embotelladora Femsa- y el Centro de la Industria Lechera (CIL) -que incluye a Danone, La Serenísima, Nestlé, Milkaut, entre otras, y pide un «tratamiento especial» para los lácteos-. También el Centro Azucarero Argentino (CAA), que tiene ingenios? asociados de Salta, Jujuy, Tucumán, Santa Fe y Misiones. Todas estructuras inmensas cobijadas por un gigante: la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (Copal), que representa a 35 cámaras sectoriales y a más de 14.500 empresas de alimentos y bebidas en la Argentina.
“Así como en las góndolas nos matamos por temas comerciales, en esto estuvimos trabajando muy juntos”, resume en otra declaración confidencial un ejecutivo de otra de las compañías alimentarias cuyos productos quedarán expuestos con la ley.
El titular de Copal es Daniel Funes de Rioja, que cada vez que puede dice que el proyecto “demoniza los alimentos” y genera “confusión” en los consumidores al pintar de negro más del 90% de la góndola. “Nosotros no creemos en los octógonos negros y en las políticas disuasorias sino en la información y que sea el consumidor el que elige”, dice este hombre poderoso que el mes que viene lo será aún más: asumirá la presidencia de la Unión Industrial Argentina (UIA), interlocutora clave del Gobierno nacional.
Entre los legisladores en el Senado la ley tuvo un consenso arrasador. Sin embargo, el mismo día de la votación Fernández Sagasti admitió públicamente que horas antes había recibido un mail de Coca Cola con una serie de correcciones al proyecto de ley -con los artículos redactados a su criterio, para cortar y pegar-, que por entonces ya estaba listo para ser votado. Consultados por el episodio, responsables de Coca Cola aseguraron: “Eso no ocurrió de ninguna manera”.
En Diputados el ritmo que traía el debate se interrumpió. Una semana más tarde del ingreso a la Cámara Baja su presidente, Sergio Massa, viajó a Tucumán y se fotografió en la pista de aterrizaje con políticos vinculados a la industria del azúcar como Juan Luis Manzur: gobernador de esa provincia, ex ministro de Salud, médico, y uno de los detractores máximos del impuesto a las bebidas azucaradas que se intentó implementar en la gestión Macri. Foto después, Sergio Massa giró el proyecto a seis comisiones, en una maniobra que los defensores de la ley consideraron dilatoria. El hecho fue trending topic en Twitter con el hashtag #ExcesoDeLobby y terminó forzando a Massa a volver sobre sus pasos y descartar dos. Sin embargo, nadie logró apresurar el tratamiento: la ley lleva seis meses en un limbo.
Un tiempo que las marcas están sabiendo aprovechar. El objetivo que persiguen es sortear la instancia legislativa y saldar el debate por la vía de una resolución gubernamental. Es decir, una norma consensuada al interior del Ejecutivo y publicada en el Boletín Oficial. El lugar elegido para hacer avanzar esa estrategia es la Comisión Nacional de Alimentos (Conal), que está integrada por representantes de las carteras de Salud, Agricultura y Desarrollo Productivo de todo el país y que ya tiene su propio proyecto. Esta resolución contemplaría solo el rotulado y dejaría fuera el tratamiento de la publicidad y el márketing dirigido a niños. Además, propone límites más laxos para determinar si hay -o no- exceso de nutrientes críticos en los productos.
El peso político de esa iniciativa es enorme. Ya fue llevada de manera oficial al Mercosur, el ámbito que las corporaciones y muchos funcionarios consideran el más adecuado para dirimir la cuestión. Sin embargo hay una tensión de fondo: si bien lo que se quiere normar es una política de salud pública, el Mercosur es, estructuralmente, un organismo comercial. Un mercado común del sur donde esta ley viene siendo debatida sin consenso hace al menos 10 años. “Representantes de la industria participan sistemáticamente como oradores, mientras que a los voceros de la salud se les concede poca o nula participación. De hecho, salud tiene mucha menos voz en los grupos de trabajo que la Copal y las distintas cámaras del sector alimenticio», explica Ignacio Drake, de Consumidores Argentinos, una ONG especializada en “la defensa, educación e información del consumidor”.
“Creemos que la norma debe fijarse a nivel de Mercosur porque si cada país tiene un etiquetado distinto nos estamos creando barreras paraarancelarias nosotros mismos”, dice el director de Copal Funes de Rioja. Según su argumento, una legislación “no armonizada” con el resto de los países miembro generaría sobrecostos para las empresas, que en caso de que produzcan en un solo lugar para vender a toda la región deberían hacer paquetes distintos para su distribución al interior de cada frontera. Sin embargo, el argumento no da cuenta de que otros países del Mercosur ya han generado modificaciones en sus normas sobre el tema. Uruguay tiene un etiquetado frontal de advertencias y Brasil rotula productos que contienen organismos genéticamente modificados con la “T” de transgénico.
La puerta giratoria de los funcionarios
Jorge Neme es el secretario de Relaciones Económicas Internacionales de la Cancillería argentina y quien llevó la propuesta oficial de etiquetado al Mercosur. El hoy funcionario es además ex director de una empresa azucarera. Tampoco resultó fácil concretar esta entrevista. Su vocero insistió en mediar el intercambio para evitar que se lo malinterprete y se lo acuse, como ya ha ocurrido, de “hacer lobby en contra de la ley”. Pero finalmente, accedió a conceder a una entrevista telefónica breve.
“A mí me parece que uno tiene que definir prioridades en función de cuál es la situación del país”, dice. “Hoy me parece que es mucho más serio, mucho más importante, que las empresas conserven la posibilidad de crear empleo, de exportar, que de pronto alguien se sienta molesto porque un dulce de leche tiene mucha azúcar o algún chorizo tenga exceso de grasa. No son cosas que van a cambiarle la vida a la sociedad”.
Neme ha sido señalado públicamente como un funcionario con conflictos de interés por su responsabilidad directiva en la filial argentina de la empresa mexicana Sucriloq, dedicada a la producción de azúcar líquida para la industria alimenticia. Aunque la firma nunca estuvo en actividad en el país, en 2014 anunció una inversión de US$15 millones para instalar una planta en Chascomús.
“Sucroliq nunca operó en la Argentina, la planta no se hizo. Es simplemente una empresa que está esperando para, si en algún momento se liberan una serie de cuestiones, aplicar una tecnología absolutamente innovadora para la producción de jarabe de azúcar, pero no tiene nada que ver con esto. Su pregunta, en este caso, le diría que me ofende”, dice Neme.
En Argentina, su respuesta es válida. En otros países como Estados Unidos hay mecanismos tendientes a evitar las “puertas giratorias” (“revolving doors”), como se denomina cuando ex empleados de las corporaciones se ubican en posiciones de decisión vinculadas a los temas en los que fueron o son parte interesada.
De aplicarse, ese filtro dejaría sin posibilidad de participar en la discusión no sólo a Neme sino a otros funcionarios como la directora nacional de Alimentos y Bebidas del Ministerio de Agricultura, Mercedes Nimo, que previamente fue directora ejecutiva de Copal. Complicaría a los funcionarios que llegan de provincias cuya principal actividad productiva es el azúcar como Pablo Yedlin, médico tucumano, ex ministro de esa provincia y actual presidente de la comisión de Salud del Diputados, o Sandra Tirado, médica tucumana a cargo de la Secretaría de Acceso a la Salud. Y, sin dudas, obligaría a hacer aclaraciones a investigadores que expusieron como profesionales independientes en el Congreso, como Susana Socolovsky, financiada por Coca Cola para la participación en simposios y congresos, y Sergio Britos, director del Centro de Estudios sobre Políticas y Economía de la Alimentación (Cepea), cuya posición llegó a este medio a través de la agencia de prensa de Danone.
Melissa Mialon es ingeniera en alimentos dedicada a la investigación científica desde hace una década. Tiene más de 45 papers publicados sobre la inferencia corporativa en las políticas públicas y asegura que “muchas veces las personas que tienen conflicto de interés lo toman como un ataque personal, no entienden todos los problemas de ética y los daños que hacen esos conflictos en la salud (pública), que va mucho más allá de su imagen”.
Según Mialon, las estrategias que utilizan las empresas para torcer políticas públicas que los afectan son las mismas en todo el mundo y se repiten en la industria del tabaco, el alcohol, el juego y los alimentos: lobby, influencia en las comunidades, donaciones, financiamiento de eventos y de organizaciones académicas, “captura” de científicos y profesionales. Sin embargo, aparecen particularidades por región.
En países de ingreso medio o bajo como la Argentina suele haber menos transparencia y es más difícil conocer qué es lo que hace la industria puertas adentro. “Además, en Latinoamérica la industria es especialmente agresiva”, dice la investigadora, quien vivió un tiempo en Colombia y pudo registrar el asedio al que fueron sometidos los integrantes de un grupo de defensa a los consumidores de ese país que buscaron promover un impuesto a las bebidas azucaradas.
La alternativa de cambiar
“Incentivos negativos”. Así llaman las marcas a los octógonos negros en sus declaraciones en off y amables presentaciones. Sin embargo, hay evidencia de que la norma de etiquetado frontal llevó a la industria a ofrecer opciones más saludables y que el consumo no se perdió sino que se reorientó. De acuerdo con la investigación de los académicos de Berkeley y Stanford, muchos fabricantes en Chile reformularon sus productos para estar justo debajo de los límites y así evitar los sellos, mientras que las personas no sustituyeron categorías (no cambiaron, por ejemplo, los cereales por frutas), pero sí reemplazaron productos dentro de las mismas categorías, priorizando aquellos sin sellos.
“Nosotros hace años que venimos trabajando en bajar la cantidad de azúcar en las bebidas y, si ves en nuestras redes sociales, creo que de 100 comentarios 99 son: ‘Devolvé el azúcar’”, dice el vocero de una compañía líder de gaseosas. Algo similar plantea el Centro de la Industria Lechera, para quien la ley implicaría yogures con nivel de azúcar “ tan bajo que afectaría la palatabilidad y aceptación por parte del consumidor”. “Incluso podría llevar al consumidor a agregarle azúcar al momento de su consumo”, aseguran.
Desde el anonimato, las expresiones de la industria son crudas: “Desarrollar y cambiar una fórmula implica dinero. Si yo ese dinero lo gasto y el sello lo sigo teniendo porque el umbral es bajísimo, no lo voy a hacer. Así, los que peor se portan o los que peor producto venden son los más beneficiados por el proyecto de ley, porque a la larga estamos todos en el lodo, como diría el tango”.
El alto costo de la obesidad
Adolfo Rubinstein es médico y fue Ministro de Salud entre 2017 y 2019, durante el gobierno de Mauricio Macri. En sus primeros meses de mandato incluyó en la reforma fiscal un capítulo de impuestos a las bebidas azucaradas para desalentar su consumo frecuente, propuesta que naufragó en la negociación con las provincias azucareras. Luego, intentó avanzar con una ley de etiquetado frontal.
“Comenzamos las negociaciones con la Secretaría de Comercio y tuvimos ahí muchísimos obstáculos, sobre todo por parte de la Copal, que le puso palos en la rueda de manera permanente. Lo mismo que está haciendo ahora en Diputados”, dice Rubinstein. “El Ministerio de Producción siempre jugó del lado de la industria alimentaria porque privilegia los intereses de la producción, el empleo. La Copal siempre amenazó con que una medida como esa podría afectar la rentabilidad llevando a la quiebra a cientos de miles de pymes y a mayor desempleo, reducción de las exportaciones y del ingreso de divisas. Todas cosas que se ha visto que no ocurren, que son mentira. Pero en 2019 la cosa venía lo suficientemente mal como para que el Gobierno estuviera muy sensible a estos temas” recuerda el exministro, e insiste: “Igual que lo que está pasando ahora».
No hay margen para rechazar abiertamente la ley en este contexto. Ninguno de los entrevistados se manifestó en contra. La estrategia de aquellos a quienes perjudica está, entonces, centrada en imponer una regulación más laxa o el modelo de etiquetado que menos afecte su negocio.
Así, aunque la evidencia científica -incluso la que recoge el Ministerio de Salud de la Nación en un estudio que presentó dentro de la Conal- arroja que el sistema de alertas es el más efectivo para el fin que se propone, Copal hizo su propuesta de etiquetado en octubre de 2017 con un modelo distinto. Sugiere incorporar una tabla nutricional y el modelo de sellos con color que se utiliza en el Reino Unido, una especie de «semáforo» que en todos los estudios se ha mostrado menos efectivo que los sellos negros. Además, incluye «tratamientos especiales» para lácteos (para «no desalentar su consumo» y cumplir con la sugerencia de ingerir «tres lácteos por día») y para los productos de «consumo indulgente u ocasional» (golosinas) a los que se le asigna un «rol gratificante en una dieta equilibrada y balanceada».
La lista de pedidos de la industria incluye ampliar los plazos de adecuación que establece el proyecto de ley (6 meses, con la posibilidad de prorrogarse a 12 para Pymes y cooperativas) para ajustar fórmulas y rediseñar paquetes. El primer argumento tiene más sentido que el segundo a la luz de la rapidez que han mostrado las grandes firmas alimenticias para modificar su packaging en otras circunstancias. Según denunció la Secretaría de Comercio Interior en los últimos meses, Mondelez, Arcor, Pepsico y Nestlé hicieron alteraciones en sus presentaciones para que el sistema las registre como productos nuevos y evadir así los programas de control de precios.
También buscan hacerle espacio al argumento de la pobreza. “Hay algunos nutrientes que se penalizan pero ayudan porque le suman calorías a los chicos. Nosotros en este contexto de la Argentina hemos donado toneladas y toneladas de alimentos; somos casi un brazo ejecutor del Ministerio de Desarrollo Social”, justifican en una empresa láctea. “La canasta básica y Precios Cuidados también van a estar teñidos de sellos”, agrega el ejecutivo, sin atender al punto que se revela: los alimentos que llegan al sector más vulnerable de la población están repletos de nutrientes críticos.
Y, mientras tanto, en los supermercados reina el caos. En las heladeras los yogures se despliegan por miles. Metros y metros de productos que prometen sumar su aporte a las causas más diversas: dar energía, ayudar a los niños a crecer, bajar el colesterol, reforzar las defensas, beneficiar la flora intestinal. Un cartel de Precios Cuidados resalta envases color verde vibrante con la palabra “Vida”, un globo de “0% grasas totales”, la leyenda «sin azúcares agregados» y el sello del médico Alberto Cormillot. Y ahí, en medio, un asterisco bien pequeño lleva a una inscripción mínima en el dorso: «Este no es un alimento bajo en valor energético. Contiene azúcares. Edulcorantes no nutritivos». La ley de etiquetado frontal busca poner a la vista esos datos invisibles. Información que hoy, cuando está, puede demandar hasta tres movimientos: encontrar el asterisco, dar vuelta el paquete, ponerse los anteojos.
El informe se realizó en alianza con Bocado, la red de investigación periodística sobre alimentación de América latina y se publicó en elDiarioAR