Singapur, Seúl, Tokio, Hong Kong, y unas cuantas más; casi todas ubicadas al otro lado del planeta. Sus luces abruman, las pantallas se adueñan del paisaje, todo parece estar resuelto con un solo click. Aunque la pomposidad tecnológica se relacione con el futuro, esa realidad en las ciudades mencionadas y muchas otras pertenece al presente. Es la imagen que, además, típicamente se asocia a la interesante idea de “ciudades inteligentes”. Pero, ¿a qué alude realmente este concepto? Según el sitio oficial del gobierno argentino, una ciudad inteligente y sustentable “es una ciudad innovadora que usa la información, las tecnologías de la comunicación y otros medios para mejorar la calidad de vida, la eficiencia de los servicios y la competitividad. A su vez, busca satisfacer las necesidades de las generaciones actuales y futuras respecto a la economía y los aspectos sociales y ambientales”.
Para Emiliano Espasandín, arquitecto egresado de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y magíster en Arquitectura y Urbanismo por el Instituto de Arquitectura de California del Sur, EEUU, y director del estudio Palo Arquitectura, una ciudad inteligente o smart city “es aquella que tiene y reconoce sus virtudes, sabe dónde están los desafíos a corto plazo, la automatización de los sistemas, y empieza a adaptar sus estructuras, infraestructuras y equipamientos para poder utilizar lo mejor posible esos sistemas que están cambiando y van a seguir cambiando radicalmente la forma de usar las ciudades”. Según explica, el concepto puede abordarse desde dos dimensiones. En primer lugar, como idea de ciudad en general sin involucrar a la tecnología y haciendo foco, en cambio, en la capacidad de adaptación a las permanentes transformaciones que le son propias.
La segunda acepción sí se basa en el uso de Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs) y otras herramientas empleadas para mejorar la calidad de vida de las personas, tanto en la actualidad como también de las generaciones futuras. En este punto, añade Espasandín, se puede hacer una clasificación en tres grupos: movilidad; formas activas, que refiere a las relaciones entre máquinas, personas y seres no-humanos; y políticas públicas. Para hablar de lo que se observa hoy en muchas ciudades, el especialista combina ambas dimensiones, y opina: “Un gran ejemplo de inteligencia es la tarjeta SUBE, que integra el pago de una gran cantidad de medios de transporte en una misma plataforma. Pensando en el desarrollo más allá del plástico, sus posibilidades son enormes: podría ser una aplicación de celular que incluya además datos sobre los transportes privados, como los autos compartidos. Allí se convertiría en un sistema de información que controla y brinda muchas formas de movilidad”.
El concepto de «Ciudades inteligentes» puede abordarse desde dos dimensiones: por un lado haciendo foco en la capacidad de adaptación a las transformaciones que le son propias; y por otro, en base al uso de las TICs para mejorar la calidad de vida de las personas.
Al referirse a las formas activas, alude al entendimiento de que las relaciones posibles no son únicamente entre personas, sino también con las máquinas, y lo grafica con un simple y cotidiano ejemplo: cuando miramos el teléfono apenas nos despertamos, y buscamos saber cómo va a estar el clima a cada hora, cuándo abre un negocio, qué citas tenemos y cuál será el trayecto más conveniente para trasladarnos durante la jornada. “Un semáforo que deja fluir el tránsito en una avenida porque sabe que en otra parte de la ciudad hay congestionamiento, y que eso sea entendido por los autos para que elijan el mejor trayecto. Eso es una relación entre máquinas gracias a que los sistemas son cada vez más efectivos”, expresa el arquitecto, y continúa: “Las paradas de colectivos y subtes son lugares en los que las ciudades pueden empezar a tener activamente funciones o eventos determinados por los patrones de comportamiento de la gente que usa esos servicios o espacios”.
Ya entrando en el tercero de los grupos, las políticas públicas, Espasandín considera que “el desafío de los próximos tiempos será ver quién controla la cantidad de información que recolectan las apps y los sistemas activos, y cómo la va a utilizar”. En este sentido, expresa que “conocer el comportamiento de una determinada cantidad de gente que se mueve en el centro o en un barrio permite trazar un patrón que se puede aprovechar para definir políticas públicas, por ejemplo activar o promover algún tipo de desarrollo de acuerdo a las zonas de circulación y congregación de las personas”. La inteligencia, dice, pasa fundamentalmente por ese tipo de decisiones, y también por la gestión conjunta de lo público con lo privado, pensando por ejemplo en una empresa que promocione esos nuevos espacios y una ONG que conecte distintos segmentos sociales entre sí.
Enfatizando que para él no hay ciudades inteligentes que sean cabalmente un ejemplo a seguir sino experiencias puntuales en muchas localidades, Espasandín menciona el caso de la famosa avenida parisina Champs Elysees, que conecta los principales monumentos y que ha definido la identidad de la capital francesa. “En los últimos años, sin embargo, la invasión del tránsito terminó por echar a perder su estilo y la convirtió en una de las calles más odiadas. Tras una evaluación, se decidió poner en marcha un proyecto para transformarla en un boulevard donde los elementos y señales relacionadas con los autos y transportes vayan progresivamente desapareciendo, y en cambio se multipliquen los árboles y el equipamiento urbano, se genere una relación más leve entre la vereda y la calle, y todo eso termine reduciendo la velocidad de la calle y restablecer su ritmo. Es una iniciativa muy virtuosa”, apunta el experto.
Por último, entrando en la ineludible e histórica discusión del avance de la tecnología y la automatización de muchas tareas como eventuales “usurpadoras” de los puestos de trabajo de las personas, el profesional asegura no considerarse “apocalíptico” al respecto, y en cambio reconoce que existen y existirán actividades propensas a prescindir del papel humano, pero que no va a suceder en el 100 por ciento de las áreas. “Ni siquiera es algo nuevo, viene pasando desde el siglo XX. Por otro lado pienso que hay profesiones que van a tener que transformarse, y de hecho ya hay claramente una necesidad de cambio a nivel académico, dejando de lado la visión clásica para impulsar las nuevas carreras que exigen las nuevas sociedades, como matemática, ingeniería y tecnología. Ahí tenemos, otra vez, una oportunidad de prepararnos inteligentemente a lo que se viene en materia de trabajos”, reflexiona a modo de cierre.