Desde arriba, parece una colosal obra de arte: una serie de rectángulos repletos de color -amarillo, turquesa, azul marino, esmeralda, jade- y perfectamente ordenados como si fuera un tablero de ajedrez gigante que bien podría haber sido pintado por Mark Rothko. Sin embargo, no se trata de un trabajo póstumo del maestro del arte abstracto. Lo que Tom Hegen retrató es un campo de extracción de litio cerca de la localidad de San Pedro de Atacama, al norte de Chile.
Este fotógrafo aéreo alemán documenta las huellas y heridas que los seres humanos dejamos en la superficie terrestre. A través de sus sorprendentes imágenes, exhibe los lugares donde extraemos, refinamos y consumimos recursos.
Por ejemplo, en este rincón del planeta: más del 50 % de los recursos mundiales del material que alimenta nuestros dispositivos electrónicos se encuentra en América del Sur, en una zona conocida como el «Triángulo de litio» que abarca Bolivia, Argentina y Chile. Allí, las salinas del Salar de Atacama contienen más de una cuarta parte de los suministros de litio del mundo, esencial para la existencia de nuestra cultura tecnológica.
En uno de los uno de los lugares más secos y menos poblados de la Tierra, el agua subterránea, rica en litio de más de 100 metros debajo de las salinas, se bombea a enormes piscinas. El sol evapora el agua de los estanques y aumenta la concentración del material tan deseado. Durante más de un año, salmuera de color turquesa se bombea de estanque en estanque hasta que la concentración de litio en el agua alcanza un nivel del 6 % y un tono amarillo intenso.
La zona conocida como el «Triángulo de litio» que abarca Bolivia, Argentina y Chile, contiene más de una cuarta parte de los suministros de litio del mundo.
El proceso extractivo es voraz: utiliza unos 21 millones de litros de agua al día. En los últimos años, la extracción de litio que realizan varias empresas ha consumido el 65 % del suministro de agua de la región, lo cual ha impactado en la capacidad de los agricultores locales para cultivar y mantener el ganado.
Un estudio de imágenes satelitales de 2019 encontró que las condiciones de sequía habían empeorado. Y no solo eso: la humedad del suelo y la vegetación también habían disminuido y las temperaturas diurnas aumentaron. Hasta la fauna local se ve afectada. Una investigación publicada en marzo de este año arrojó que la minería de litio está propiciando la disminución de dos especies amenazadas de flamencos.
La demanda actual de litio no tiene precedentes en toda nuestra era tecno-industrial: países industriales de Europa, América del Norte y China anuncian la movilidad eléctrica como una solución ecológica en la lucha climática pero terminan explotando a países en el otro extremo del planeta en busca de preciados recursos. Se prevé que los automóviles eléctricos -cuyas baterías son de litio- representen hasta el 60 % de las ventas de automóviles nuevos para 2030.
No las vemos o no queremos ver estas prácticas dañinas para el medio ambiente o la sociedad. Todas nuestras prótesis tecnológicas tienen una materialidad. Existe una conexión íntima -aunque secreta y olvidada- de nuestro paisaje digital con el ambiente. Y de una manera u otra, todos estamos atravesados por estos conflictos; somos sus protagonistas.
Nuestros dispositivos no son solo, como indicaba el filósofo canadiense Marshall McLuhan, prolongaciones de nuestros sentidos, sino también extensiones de la Tierra: cada objeto que conforma nuestro ecosistema tecnológico y compone la megamáquina global que conocemos como internet -de las baterías de nuestros celulares a los servidores, los centros de datos, satélites, las marañas de cables y kilómetros de fibra óptica, los monitores y las millones de cámaras que nos desnudan y persiguen a diario con la mirada- se construye utilizando elementos que requirieron millones de años para formarse.
“Desde la perspectiva del tiempo profundo, estamos extrayendo la historia geológica de la Tierra para servir una fracción de segundo del tiempo tecnológico contemporáneo, construyendo dispositivos como el iPhone que a menudo están diseñados para durar solo unos pocos años”, señala la investigadora Kate Crawford, autora de The Atlas of AI: Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence.
El proceso extractivo es voraz: utiliza unos 21 millones de litros de agua al día.
Hasta mediados del siglo XX, nuestra sociedad se basaba en una lista muy restringida de materiales: madera, ladrillo, hierro, cobre, oro, plata y algunos plásticos. Esto ha cambiado drásticamente en los últimos 50 años. Un chip de computadora está compuesto de 60 elementos diferentes. El iPhone, por ejemplo, utiliza 75 de los 118 elementos que se encuentran en la tabla periódica: el silicio se usa en transistores y, junto con el aluminio, el potasio y el oxígeno, también constituye el vidrio reforzado que cubre la pantalla. Hay oro -unos 0,03 gramos- en cables conductores, mientras que el estaño es útil en el proceso de soldadura. Otros elementos conocidos como «minerales de tierras raras» -el itrio, el terbio, el europio y el gadolinio, extraídos en especial en China donde imperan leyes ambientales bastante laxas que hacen la vista gorda a las consecuencias tóxicas de esta depredación en el ambiente- se encuentran en las pantallas, así como permiten su vibración y hacen posible que los altavoces emitan sonido.
“Desde la perspectiva del tiempo profundo, estamos extrayendo la historia geológica de la Tierra para servir una fracción de segundo del tiempo tecnológico contemporáneo, construyendo dispositivos que a menudo están diseñados para durar solo unos pocos años”, Kate Crawford.
Estos elementos se extraen de la tierra y se envían a refinerías dentro de una gran cadena de suministros, con todos los problemas ecológicos y sociales que acarrean: trabajo infantil, corrupción, envenenamiento de agua, conflictos armados. Por ejemplo, en la República Democrática del Congo -una de las naciones más pobres del mundo- se extrae más de la mitad del suministro mundial de cobalto, otro elemento crucial en nuestros aparatos. Allí se han trasladado empresa mineras chinas con la intención de dominar la próxima época energética.
La historia de la tecnología está profundamente imbricada con la historia geológica de la Tierra. «Los materiales geológicos metálicos y químicos son desterritorializados de sus respectivos estratos y reterritorializados en las máquinas que definen nuestra cultura de los medios técnicos», dice el investigador finlandés Jussi Parikka, autor del revelador Una geología de los medios.
Para comprender nuestra cultura contemporánea, afirma este profesor de Cultura Tecnológica y Estética en la Facultad de Arte de Winchester (Universidad de Southampton), es preciso confrontar las profundas implicaciones ambientales y sociales de nuestras tecnologías.
Tanto desde el inicio de la vida de nuestros dispositivos hasta su final. Sorprende, por ejemplo, saber que, según un informe de la ONU, el 97 % de los desechos electrónicos de América Latina se manejan de manera inadecuada. Entre 2010 y 2019, la basura electrónica (o e-waste) generada por 206 millones de ciudadanos en 13 países latinoamericanos aumentó un 49 %. Solo el 3 % se recolectó y gestionó de manera segura.
Nuestra hambre interminable por «lo último» en lo que respecta a dispositivos electrónicos sumada a la obsolescencia programada como lógica de los ciclos de la tecnología de consumo tiene sus consecuencias palpables: no está desconectada de lo que sucede en el suelo, el aire y la naturaleza. Dispara la crisis mundial de los minerales y alimenta un nuevo foco de tensiones geopolíticas cuyos roces y chispazos, paradójicamente, terminaremos consumiendo y finalmente olvidando en nuestros dispositivos.