Es nada menos que la capa que cubre la superficie terrestre y que opera como el sostén de vida de todas las especies vegetales y animales. Es un sistema vivo muy complejo, que alberga agua, minerales, aire y microorganismos, que se transforma y tiene interacción directa con el resto de los componentes del medio ambiente. Hablar de cambio climático, degradación de los ecosistemas, contaminación y calentamiento global también es hablar de este elemento vital: el suelo. Más aún, el 7 de julio es la fecha elegida como el Día Internacional de la Conservación del Suelo, establecida desde 1963 en honor al estadounidense Hugh Hammond Bennett, pionero en la temática.
Como director del Servicio de Erosión del Suelo, una agencia federal formada para combatir los daños causados por las tormentas de polvo que sufría el país desde el medio oeste a la costa este, Bennett encabezó una lucha contra la idea reinante en ese entonces de que el suelo era un recurso que no se perdía ni agotaba. Hoy se sabe que esto no es así, a la vez que se conocen y estudian los factores que profundizan su deterioro, entre ellos la erosión, la gestión inadecuada de tierras de cultivo, y el crecimiento de la población mundial, que obliga a aumentar las superficies cultivadas para garantizar las necesidades alimentarias.
Investigador del CONICET y docente en la Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales de la Universidad Nacional de La Plata (FCAyF, UNLP), el Ing. Agr. Germán Soracco menciona a la ampliación de la frontera agrícola –el avance sobre tierras mediante distintos mecanismos con fines agropecuarios– y la intensificación de la agricultura como la principal amenaza actual para los suelos en la Argentina. “Esto responde a una presión muy grande para incorporar nuevas tierras a sistemas agrícolas debido básicamente a una cuestión de rentabilidad, que a su vez está manejada por el precio de los commodities a nivel mundial”, explica el profesional, y agrega: “En este momento esos bienes pasan por un buen momento, con lo cual en un punto es un mal momento para los suelos”.
Entre los factores que explican el daño que ocasiona este avance, Soracco indica que “siempre se da sobre ambientes débiles, porque lógicamente los que eran adecuados para la agricultura ya fueron incorporados hace mucho tiempo, entonces se va ampliando sobre lo que se denominan ‘zonas marginales’, ecosistemas de muy baja resiliencia, que tardan muchísimo en recuperarse, si es que alguna vez lo hacen”. Con respecto a las zonas ya cultivadas, continúa el especialista, también sufren procesos de degradación de tipo física y química, como la pérdida de fertilidad, y “otras amenazas de la mano de prácticas incorporadas a la misma lógica de búsqueda de rentabilidad, como la minería”.
El avance de la frontera agrícola siempre se da sobre zonas marginales y débiles, con baja capacidad de resiliencia y casi nula recuperación de ecosistemas. Esto es así porque las áreas más adecuadas para la agricultura, lógicamente ya fueron tomadas hace mucho tiempo.
¿Puede la humanidad escudarse en factores ambientales, geográficos o geológicos que la superan en cuanto a responsabilidad para eludir la culpa de esta realidad? “Sucede que, básicamente, las amenazas más importantes para el suelo están causadas por los seres humanos, por esta cuestión de responder a presiones económicas. Ahora bien, al ser así, siempre se puede hacer algo, y en el grupo de investigación en física de suelos que integro debatimos mucho estos tópicos porque nos atraviesan directamente y porque la discusión es más política que técnica”, expresa Soracco. En este sentido, el experto y sus colegas abogan por una mayor intervención estatal, mediante medidas legislativas, para cuestionar ciertos cultivos y proteger el recurso.
Entre los manejos agrícolas sobre los que consideran que debería haber mayores controles, el especialista menciona la repetición sostenida de determinados cultivos dentro de la rotación y que, si bien no llega a ser un monocultivo, termina contribuyendo al desgaste del sustrato. Pero además, Soracco hace hincapié en otros que, quizá con características más indirectas, resultan bastante problemáticos, especialmente por el hecho de que algunos están incorporados a demandas sociales constantes y actuales. “Por ejemplo, el uso de agroquímicos, absolutamente extendido y con una evaluación de su impacto muy relativa, porque los daños que causan en el ambiente y la salud humana son a largo plazo y difíciles de determinar, mientras que los productos se renuevan todo el tiempo”, apunta.
Por último, y para hacer foco también en las buenas noticias, el profesional destaca la existencia de los llamados cultivos de servicio ecosistémico que, como su nombre lo indica, hacen un aporte determinado. La práctica más extendida es el cultivo de cobertura, que se utiliza para que el suelo esté cubierto durante todo el año y de esa forma otorgarle efectos beneficiosos sobre la humedad, erosión, fertilidad física y química. En Argentina, las especies más empleadas son las gramíneas, especialmente centeno, triticale, avena, cebada, tricepiro y raigrás; y la vicia y el trébol entre las leguminosas. “Su principal limitación es, por supuesto, la económica, ya que no es de explotación inmediata. Pero hay que destacarla porque es una muy buena estrategia de recuperación de suelos a largo plazo”, concluye el experto.
Como siempre en materia de ecología y medio ambiente, más allá de las grandes soluciones o estrategias de mitigación para problemas globales o regionales, cualquier persona puede hacer un aporte local y conmemorar la causa desde su propia acción individual. Para este caso, algunas buenas y sencillas prácticas que todos y todas podemos implementar de manera casera son: utilizar abono orgánico o humus de lombriz; realizar siembra directa; asociar cultivos para control de plagas y así evitar el uso de productos químicos; y aprender sobre formas eficientes de rotación de familias de cultivos.