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Las extinciones invisibles

POR: FEDERICO KUKSO ILUSTRACIÓN: CARO CANDELMI

“La historia de la conservación es una histo­ria de muchas victorias en una guerra perdi­da”, escribió desahuciado Edward O. Wilson en 2018. El influyente biólogo estadouniden­se hacía referencia a la crisis de extinción mundial de especies y ecosistemas que año a año continúa acelerándose a un ritmo sin precedentes y el sentimiento de impotencia que invade a aquellos que buscan defender el tesoro biológico del planeta.

Pese a los continuos y valiosos esfuerzos para pro­teger poblaciones enteras de animales o establecer refugios u oasis naturales, se encuentra en marcha una “Sexta extinción masiva”, como la definen mu­chos científicos: una aniquilación trepidante de la vida silvestre que, a diferencia de los cinco grandes eventos de extinción anteriores -como el último que ocurrió hace 65,5 millones de años y acabó con los dinosaurios-, no es impulsada por fenómenos natu­rales como meteoritos, volcanes o tsunamis sino por actividades humanas que van de la conversión de bosques y praderas naturales en zonas de agricultu­ra y ganadería intensivas; a la contaminación; y la pesca, la tala, la caza y el comercio de vida silvestre, según un nuevo estudio publicado durante la cum­bre climática COP27 en Egipto.

En los últimos 170 años, la tasa de extinción de espe­cies se disparó: se estima entre 1.000 y 10.000 veces más alta que las tasas de extinción natural, esto es, las observadas en 500 millones de años del registro fósil.

Vivimos en un mundo dominado por el misterio, un planeta de asombrosa diversidad desconocida.

Desde las sabanas de África hasta las selvas tropi­cales de América del Sur, la abundancia promedio de plantas y animales nativos se ha reducido en un 20 por ciento o más, principalmente durante el siglo pasado. Desde 1500, es decir, desde que se lleva registro, al menos 680 especies han desaparecido, incluida la tortuga gigante Pinta de las Islas Galápa­gos, el zorro volador de Guam, el pájaro Dodo, el pato labrador, el sapo dorado, la paloma migratoria, el tigre de Tasmania o la vaca marina de Steller. Todos ellos borrados de un plumazo de la faz de la Tierra.

En países como Mozambique, cazadores furtivos de marfil ayudaron a matar a casi 7.000 elefantes solo entre 2009 y 2011. En Argentina y Chile, la introduc­ción del castor norteamericano en la década de 1940 ha devastado árboles nativos. Una cuarta parte de los mamíferos está en peligro de extinción, según estimaciones de la Lista Roja de la Unión Internacio­nal para la Conservación de la Naturaleza.

Pero la tragedia de la biodiversidad en nuestro pla­neta es mucho mayor de lo que habitualmente cuen­tan diarios, revistas e informes. No solo porque se cree que el 90 % de todos los organismos que alguna vez vivieron en la Tierra ahora están extintos. Sino porque, además de todo eso, año tras año ocurren “extinciones invisibles”: desaparecen por completo especies que ni siquiera sabíamos que existían.

La diversidad de la vida es uno de los aspectos más llamativos de nuestro planeta. Sin embargo, hasta el día de hoy no se sabe exactamente cuántas especies habitan la Tierra. Conocer ese número ha sido una de las preguntas más básicas pero esquivas de la ciencia.

La gran mayoría de los organismos que no conocemos -mamíferos, aves, insectos, peces, plantas, hongos- desaparecerán antes de que alguien los encuen­tre y registre su presencia.

A 250 años de que el botánico sueco Carl Linnaeus ideara un sistema formal para clasificar la riqueza biológica de la naturaleza, el inventario de la vida sigue incompleto. Ni siquiera se sabe cuántas pági­nas tiene.

Hasta el momento, los taxónomos -es decir, aque­llos científicos que, con la misma pasión de un filatelista, nombran y ordenan a los organismos en sistemas de clasificación- conocen unas 1,2 millones de especies. Pero una estimación realizada en 2011 arrojó que los humanos compartimos el planeta en realidad con muchísimas más: hasta 8,7 millones de formas de vida diferentes.

Es decir, pese a la aceleración digital y la globa­lización, vivimos en un mundo dominado por el misterio, un planeta de asombrosa diversidad desconocida. Incluso después de siglos de esfuerzos emprendidos por generaciones de científicos para nombrar y ordenar a las criaturas vivientes, alre­dedor del 86 por ciento de las especies de la Tierra aún no han sido descritas. A esta deficiencia en el conocimiento de la biodiversidad se la conoce como “déficit linneano”.

Solo se han catalogado menos del 15 por ciento de las especies vivas. Y lo que es peor: con las tasas de extinción actuales, la gran mayoría de los organis­mos que no conocemos -mamíferos, aves, insectos, peces, plantas, hongos- desaparecerán antes de que alguien los encuentre y registre su presencia.

“Somos asombrosamente ignorantes acerca de cuán­tas especies están vivas en la Tierra y aún más igno­rantes acerca de cuántas podemos perder”, indicaba el ecólogo australiano Robert May, quien murió en 2020. “Es un notable testimonio del narcisismo de la humanidad que sabemos el número de libros en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. pero no podemos decir con cuántas especies distintas de plantas y animales compartimos nuestro mundo”.

Los esfuerzos para muestrear la biodiversidad mun­dial hasta la fecha han sido limitados. Dado el gran tamaño y profundidad de los océanos, que cubren el 70 % del planeta, es imposible saber el número exacto de especies que allí viven: más del ochenta por ciento de los mares no han sido cartografiados, observados ni explorados. Una evaluación tentativa arrojó que el 91 % de las especies oceánicas aún no se han clasificado, pese a proyectos internacionales como el “Censo de Vida Marina”.

Lo mismo sucede con los insectos y artrópodos: se encuentran entre las formas de vida más abundan­tes de la Tierra. Solo se han nombrado 1 millón de especies y se cree que quedan 80 % más por descu­brir, en medio de una reducción de sus poblaciones.

La biodiversidad es mucho más que belleza y maravilla. Tam­bién sustenta los servicios ecosistémicos de los que depende la humanidad.

Pero lejos de empujar a los biólogos a pozos de­presivos, este desconocimiento los impulsa a salir al campo a buscar nuevas especies. En 2022, se ha descubierto una nueva especie de búho (Otus bike­gila) en la República Democrática de Santo Tomé y Príncipe en África; un nuevo per ezoso (Bradypus crinitus) en Brasil; ocho nuevas especies de gecos pequeños en Madagascar; una rana colorida (Tla ­locohyla celeste) en Costa Rica; una babosa grande como una zanahoria (Limax pseudocinereoniger) en Montenegro. Y más.

Sin embargo, ¿por qué debería importarnos cuán­tas especies están vivas en la Tierra hoy y cuántas de ellas conocemos? “Es importante para la plena comprensión de los procesos ecológicos y evolutivos que crearon, y que luchan por mantener, las diversas riquezas biológicas de las que somos herederos”, escribió May. “La biodiversidad es mu­cho más que belleza y maravilla. También sustenta los servicios ecosistémicos de los que depende la humanidad”.

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