¿Cuándo fue que a los seres humanos dejó de importarnos de dónde vienen los alimentos que nos llevamos a la boca? ¿Cuántos kilómetros viajan hasta llegar a nuestro plato? ¿Quiénes los producen? ¿Para qué? ¿Para quién? ¿De qué manera? ¿Quiénes se benefician con esa producción? ¿Quiénes pierden? ¿Qué impactos sociales y ambientales generan?
Para Marcos Filardi, abogado especializado en Derechos Humanos y Soberanía Alimentaria, la clave radica en transformar el hábito alimentario en un acto “consciente” y “político”: “Si yo voy a un hipermercado y compro un ultra procesado tengo que saber que estoy financiando a la industria alimentaria concentrada y a los supermercadistas. A los grandes ganadores de este modelo agroindustrial dominante”.
Dice Filardi: “Si por el contrario compro un bolsón de verduras de una organización campesina, alimento la economía social y popular, la agricultura familiar indígena y la agroecología”. Ferias locales, mercados agroecológicos, nodos de comercialización local, huertas urbanas, cooperativas que son espacios de encuentro, de charla, de respeto, de transparencia, de precios justos, de intercambio de saberes y sabores ancestrales entre productores y comensales.
Filardi sostiene que uno de los pilares del cambio de paradigma es la localización de los sistemas alimentarios: “La globalización de las cadenas agroalimentarias hizo que tengamos alimentos que recorren grandes distancias hasta llegar a nuestra mesa, en Argentina tenemos producciones intensivas de alimentos regionales que luego circulan a través de camiones de un punto a otro del país”.
Profundiza: “Es un modelo camión dependiente que genera aumento en los precios -asociados a los costos de la logística y el transporte-, consecuencias en la accesibilidad económica y grandes emisiones de efecto invernadero, responsables de esta crisis climática. Las cadenas agroalimentarias largas también generan un lugar de primacía en los intermediarios que se llevan gran parte de la tajada, esto conspira contra los productores porque no obtienen un precio justo por su producción”.
El modelo camión dependiente genera aumento en los precios -asociados a los costos de la logística y el transporte-, consecuencias en la accesibilidad económica y grandes emisiones de efecto invernadero, responsables de esta crisis climática.
Leche segura, del productor a la mesa
En las cuencas lecheras de Argentina subsisten circuitos cortos de producción y consumo de leche no pasteurizada -prohibida por el riesgo que implica su consumo- porque permite a las personas de menos recursos acceder al alimento de una forma directa y económica: su valor de venta se estima en sólo el 50% del valor comercial.
Según estudios, alrededor del 15% del mercado de la leche en el país pertenece al “sector informal”. Frente a esta realidad, especialistas del Instituto de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Agricultura Familiar del INTA (IPAF) Región Pampeana y de la UBA desarrollaron un equipo que a diferencia de los convencionales que pasteurizan la leche cruda en un módulo y después la envasan en otro, este modelo envasa, pasteuriza y enfría la leche en una secuencia, lo que evita la recontaminación y garantiza condiciones óptimas de inocuidad para su comercialización directa en las zonas de proximidad.
Con este sistema, que comenzó a funcionar en enero de 2021 y posee una capacidad de procesamiento de 20 litros de leche por hora, la leche recorre menos distancia, en un circuito de distribución que se estima menor a 20 km (cuando los circuitos a gran escala oscilan los 750 km). Los productores y tamberos -de distintos municipios del interior de Buenos Aires- actualmente venden al público y a los comercios por pedido y reparten los sachet puerta a puerta en sus pueblos.
Rubén Rey, productor lácteo de 30 de Agosto (Trenque Lauquen), tiene su propia marca de leche, “Cimarrona”. Gracias a la pasteurizadora y ensachetadora Rubén produce leche de manera agroecológica, sin aditivos y con verdadera calidad nutricional: “La leche que estás consumiendo es totalmente natural. Tengo una tranquilidad enorme y la satisfacción de saber que cuando te llevo la leche al domicilio, es un producto sano y no le estoy haciendo daño a nadie”.
El costo por producción es menor y en consecuencia aumenta la rentabilidad. El consumidor puede comprar más barato y casi que no hay pérdidas: en el mercado industrial se pierde alrededor de un 23% de la leche que se transporta para ser clasificada, pasteurizada y envasada hasta llegar a los puntos de venta.
Zafrán, empresa B por naturaleza
Nito Anello, cofundador de Zafrán, emprendimiento dedicado a la elaboración de barritas y snacks de frutos secos, galletitas y granolas -en el partido de San Martín-, confiesa que siempre tuvieron conciencia respecto al cuidado del ambiente y las distintas problemáticas que calan hondo en las personas, como la obesidad infantil: en Argentina 1 de cada 3 menores al iniciar la primaria sufren de sobrepeso.
El sueño de “cambiar el mundo a través de la alimentación” está “en el ADN” de Zafrán, mucho antes de que obtuviera el certificado como Empresa B -en 2020-, por su compromiso con el triple impacto, desde el punto de vista social, ambiental y económico. Esta marca, que ya suma diez años de vida y se comercializa en grandes cadenas de supermercados, dietéticas, farmacias y venta on-line; propone volver a lo simple, ni dietas ni ultraprocesados: “buenos hábitos y recetas honestas”. Confían en hacer “galletitas superadoras”, quitando procesos sintéticos, azúcar, grasa, sal, conservantes, colorantes y saborizantes.
Slow Food propicia el valor a la producción agroecológica local por medio del concepto de alimentos “kilómetro cero”, es decir: los elaborados en el mismo lugar en donde van a ser consumidos.
Desde el punto de vista ambiental, en estos últimos años hicieron cambios dentro de la planta con la misión de ahorrar energía y reciclar residuos. Además de apostar con mayor énfasis a abastecerse de materia prima a nivel local, lanzaron una marca de productos orgánicos para infancias (Zafranito) y ya piensan en sumar su primera línea de productos en envases compostables.
También depositan su esperanza en la inclusión: junto a la Asociación Civil Andar facilitan talleres y programas para personas con discapacidad y personas que han pasado por situación de encierro, permitiéndoles acceder a un trabajo. Son quienes cocinan y envasan sus granolas.
La cocina como espacio de resistencia
En la actualidad la mayoría de los alimentos procedentes de cultivos de alta intensidad recorren cientos y hasta miles de kilómetros antes de llegar al consumidor. Cuanto más viajan los alimentos, mayor cantidad de nutrientes y propiedades organolépticas (textura, color, olor y sabor) pierden. Desde el movimiento Slow Food, que nació al calor de los años 80 con la premisa de defender las tradiciones regionales, la buena alimentación, el placer gastronómico y el ritmo de vida lento; ayudan a productores a unirse a cocineros para darle valor a la producción agroecológica local por medio del concepto de alimentos “kilómetro cero”, es decir: los elaborados en el mismo lugar –o en las cercanías- en donde van a ser consumidos.
“Las mejores cocinas del mundo tienen sus propios huertos y animales, recolectan plantas, flores silvestres, hacen fermentos”, cuenta Perla Herro, cocinera, referenta de la filosofía Slow Food en Argentina. “La conservación del alimento es un diseño para luchar contra el desperdicio. La cocina es un gran espacio de resistencia porque la familia se reúne. Nuestra comida es cultura, arte y vida”.
¿Cuál es la comida verdadera? “Todas las semillas, las frutas, las verduras, los cereales, la producción animal. Es la comida que históricamente produjeron los campesinos. El 70% de los alimentos frescos que se consumen en el mundo están producidos por campesinos. La comida debe ser buena (sabrosa y que responda a la cultura local), limpia (que haya un buen trato animal o sea sin agrotóxicos en los cultivos) y justa (para las personas que la producen y para quienes la compran)”.
Quizás todo haya cambiado cuando dejamos de ver a la alimentación como un derecho humano que nos atraviesa. Quizás sea momento de apropiarse de esa palabra y construir un futuro menos nocivo en el cual podamos elegir qué vamos a producir y dónde, para satisfacer a una población cada vez más hambrienta.
_____
Huertas para cambiar el mundo
¿Podemos producir alimentos en las terrazas de nuestras casas? ¿En las veredas? ¿Podemos sobrevivir sin las grandes cadenas de supermercados? ¿Podemos transformar las realidades en las que vivimos?
“En la huerta se charlan y diseñan las estrategias para cambiar el mundo”, dice Sebastián Briganti, del colectivo El Reciclador Urbano. Señala: “Es una solución concreta para tener alimentos de cercanía. Genera autonomía y empoderamiento. A mí la huerta me cambió la vida. Es revolucionario descubrir qué hace el alimento en tu cuerpo, recuperar la conexión con la tierra. Aprendimos a comunicarnos, a trabajar en equipo, entendimos que la salida es colectiva”.