Como los alemanes, los japoneses tienen palabras para todo, expresiones imposible de traducir que iluminan algún aspecto de nuestra realidad. Kuidaore (食 い 倒 れ), por ejemplo, implica un amor extravagante por la buena comida y la bebida capaz de conducir a la ruina. Tsundoku (積 ん 読) es la práctica de adquirir libros y dejar que se amontonen sin leer. Y Wabi-sabi (侘 寂) significa belleza imperfecta o incompleta.
Pero si hay una expresión cargada de magia esa es Shinrin-yoku (森林 浴), algo así como “baños forestales”. La práctica surgió en los 80s como terapia contra el agotamiento producido por el boom tecnológico y para inspirar a los residentes a reconectarse con los bosques y protegerlos.
Algo similar ocurre desde 2015 en Alemania pero no impulsado por una palabra sino gracias a un hombre, un ingeniero forestal que desde entonces ha comandado una revolución. En su libro Das geheime Leben der Bäume (La vida secreta de los árboles), Peter Wohlleben hace una revelación: estos seres vivientes no son entidades pasivas y solitarias, “casi cosas” que compiten por agua, nutrientes y luz solar como se creía; más bien, son mucho más sociales, sofisticados e incluso inteligentes de lo que pensábamos.
“Los bosques son superorganismos, una estructura similar a un hormiguero”, asegura. “A través de una carretera subterránea de raíces y una red de hongos, intercambian nutrientes, se comunican entre sí, protegen incluso a los ejemplares enfermos”.
Familias forestales
De una u otra manera, los árboles habitan en todos los aspectos de la cultura: residen en costumbres ancestrales, en la historia, en el arte y la religión, en la medicina.
Como señaló la etnóloga francesa Geneviève Calame-Griaule, los árboles a menudo simbolizan los vínculos entre el mundo espiritual de los antepasados y las personas, entre el cielo y la tierra. En muchos mitos africanos, el árbol se presenta como un símbolo ancestral de sabiduría, autoridad y costumbre. Pero también oficia como símbolo materno: un protector y proveedor que da frutas y medicinas, que protege contra los elementos y los malos espíritus.
Los bosques han servido como escenario de ceremonias religiosas, sociales y de curación. Han definido física y místicamente el entorno de las comunidades de una región a lo largo del tiempo y han servido de metáfora -“el árbol de la vida”- vertebral y organizativa de la biología.
Estas imágenes y representaciones están tan enraizadas en la cultura que emergen una y otra vez en la cultura popular: ya sea a través de figuras como los árboles parlantes en el libro El maravilloso mago de Oz; los Ents en El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkein; el Árbol de las Almas en la película Avatar o el personaje de Groot en Guardianes de la Galaxia.
Las plantas y los árboles son seres a los que deberíamos respetar y proteger si pretendemos sobrevivir en este planeta.
Pero más allá de estas ficciones, en los últimos años ha avanzado una transformación. “Hasta no hace mucho, las plantas y árboles se consideraban nada más que los muebles del planeta: útiles, decorativos, incluso indispensables; pero esencialmente pasivos”, recuerda el escritor Richard Mabey, autor de The Cabaret of Plants: Forty Thousand Years of Plant Life and the Human Imagination.
A un ritmo menos acelerado que la trepidante deforestación, hallazgos recientes no solo han confirmado que los árboles son fundamentales para la salud de los seres humanos y para todo el planeta. También han corrido la cortina para permitirnos admirar su desconocida intimidad.
El biólogo Edward Farmer de la Universidad de Lausana en Suiza se ha centrado en descifrar los pulsos eléctricos que envían los árboles, un sistema de señalización basado en voltaje que parece sorprendentemente similar al sistema nervioso de los animales. “Es bastante espectacular lo que hacen las plantas y árboles”, dice. “Cuanto más trabajo en ellos, más me sorprenden”.
La ecologista Suzanne Simard, por su parte, estudia desde hace 30 años los bosques canadienses. “Un bosque es mucho más de lo que ven”, indica la autora de Finding the Mother Tree: Discovering the Wisdom of the Forest. “Bajo tierra hay otro mundo, un mundo de infinitos caminos biológicos que conectan árboles y les permiten comunicarse y comportarse como un solo organismo. Esto podría remitirnos a algún tipo de inteligencia”.

La voz de los árboles
A través de un lenguaje evocador y un estilo apasioanado, Wohlleben ha logrado más que nadie transmitir los misterios de estos seres gigantes y convertirse en su portavoz: ha compartido en sus libros sus conocimientos, así como ha comunicado con asombro las recientes investigaciones disruptivas que impulsan a replantearnos nuestra percepción de lo que es un árbol.
Por ejemplo, que sienten dolor, tienen personalidad y cierto tipo de memoria y que también se comunican a través del aire, usando feromonas y otras señales de olor que detectan a través de sus hojas. O que los sauces, los álamos y los arces azucareros pueden advertirse mutuamente sobre los ataques de insectos.
Bajo tierra hay un mundo de infinitos caminos biológicos que conectan árboles y les permiten comunicarse y comportarse como un solo organismo.
El éxito de ventas de este escritor alemán -que también ha devenido en un documental estrenado en 2020-, sin embargo, no fue celebrado por toda la comunidad científica. Por empezar, varios biólogos y botánicos encabezados por el biólogo retirado Lincoln Taiz le han criticado a Wohlleben las metáforas antropomórficas y sus exageradas ideas vitalistas e insisten que no hay evidencias de intencionalidad alguna en las interacciones entre los árboles.
Taiz argumenta que la motivación de aquellos que conciben algún tipo de conciencia en plantas y árboles proviene de la crisis ambiental: “Quieren aumentar la conciencia de la gente sobre las plantas como organismos vivos inteligentes y alcanzarlas a nivel emocional. Simpatizo mucho con las motivaciones, pero está nublando su objetividad”.
Toda esta discusión tiene su historia. En el libro de 1973 La vida secreta de las plantas, los periodistas Peter Tompkins y Christopher Bird afirmaron que las plantas tenían alma, emociones y preferencias por la música clásica al rock and roll, que sentían dolor y absorbían psíquicamente los pensamientos de otras criaturas.
El libro fue un éxito instantáneo y desde entonces muchos comenzaron a dialogar a diario con sus plantas. Los lectores no sabían que los autores habían mezclado hallazgos científicos genuinos con observaciones e ideas new age de charlatanes que con el tiempo fueron desacreditadas. Desde entonces, ha perdurado cierto recelo y apasionada oposición a cualquiera que ose aseverar que plantas y árboles tienen comportamientos sofisticados que no pueden explicarse por completo mediante mecanismos genéticos y bioquímicos familiares. Simard incluso señaló que muchos de sus colegas se mostraron escépticos e incluso despreciaron su trabajo pionero sobre comunicación y comportamiento vegetal.
Ante la lluvia de críticas, Wohlleben y los representantes de una naciente disciplina conocida como “neurobiología vegetal” -como el italiano Stefano Mancuso- aseveran que es preciso aplacar la arrogancia humana y dejar de considerar a plantas y árboles como el mobiliario mudo de nuestro mundo para comenzar a tratar a estos organismos como seres con sus propios dramas. Y a los que deberíamos de una vez por todas respetar y proteger si pretendemos sobrevivir en este planeta.