Muchas son las preguntas que surgen con solo mencionar la palabra colapso: ¿Qué sabemos del estado global de la Tierra? ¿Y del de nuestra civilización? ¿Es comparable un colapso de las cotizaciones de la bolsa con uno de la biodiversidad? ¿Pueden arrastrarnos la convergencia y la perpetuación de las distintas «crisis» hacia una vorágine irreversible? ¿Hasta dónde puede llegar todo esto? ¿En cuánto tiempo? ¿Es posible vivir un desmoronamiento «civilizado», de manera más o menos pacífica?
Dejémoslo claro desde el principio: el colapso no es el fin del mundo. Es el fin de este mundo, tal y como hoy lo conocemos. No es el apocalipsis. Un colapso, según la definición de Yves Cochet, es “el proceso a partir del cual una mayoría de la población ya no cuenta con las necesidades básicas (agua, alimentación, alojamiento, vestimenta, energía, etc.) cubiertas, por un precio razonable, por los servicios previstos por la ley”.
Pablo Servigne, ingeniero agrónomo y doctor en Biología, es el autor, junto a Raphaël Stevens, investigador y especialista en transición ecológica, de un best seller que mira de frente al futuro: Colapsología (Arpa, 2020).
Allí analizan todos los estudios científicos que han mostrado la posibilidad real de un colapso, y ofrecen una visión interdisciplinaria de un tema aún hoy tabú para muchos: la Colapsología. En este libro ponen palabras a nuestras intuiciones sobre las consecuencias de las múltiples crisis que estamos experimentando: crisis ecológica, energética, democrática, financiera, de salud pública…
Sin embargo, para Servigne y Stevens el peor de los escenarios no tiene por qué llegar a ser real; ni se rinden, ni caen en el catastrofismo. Por el contrario, nos invitan a reaccionar, a actuar y dar a luz a una sociedad más sostenible, más amigable, más humana.
Son muchos los datos (climáticos, pero no sólo) que indican que caminamos hacia el hundimiento de nuestra civilización. “Aunque hiciésemos un paro total e inmediato de las emisiones de gases de efecto invernadero, el clima seguiría calentándose durante algunas décadas. Se necesitarían siglos, incluso milenios, para emprender la vuelta a las condiciones de estabilidad climática preindustrial del Holoceno”, escribe Servigne. Así pues, el desmoronamiento parece ciertamente inevitable. Lo que no sabemos es cómo será la vida humana tras la desaparición de los casquetes polares, el agotamiento de las materias primas energéticas, la escasez de agua dulce, de alimentos, de suelo fértil y de aire limpio por culpa de la contaminación, la multiplicación de epidemias y de fenómenos meteorológicos extremos, las migraciones masivas…
La famosa serie El colapso (2019) tomó el libro de Servigne como punto de partida para imaginar ese futuro (con resultados desiguales). El marco cultural dominante (el neoliberalismo) nos induce a pensar que será una competición a muerte al estilo Mad Max. La historia natural y la ciencia nos indican lo contrario: la ley del más fuerte suele quedar suspendida en periodos de crisis para dar paso al apoyo mutuo, tal y como señaló Piotr Kropotkin, para asegurar la supervivencia de la especie.
Se puede considerar su trabajo como una continuación del que hicieron Jay Forrester, Donella Meadows y otros muchos académicos en los años setenta. Ellos ya avisaron de Los límites del crecimiento. ¿Por qué, después de 50 años, nadie quiere escucharlos? ¿Hay un obstáculo de carácter psicológico más allá del político o el económico?
El psicológico es un obstáculo más. Ciencia y creencia toman caminos diferentes. Ha pasado medio siglo y los trabajos científicos han aportado una enorme cantidad de datos. Sin embargo, no hemos conseguido que se crean. Ahí hay un gran problema: no acabamos de creer lo que, efectivamente, ya sabemos. Hay una gran variedad de obstáculos, de cerrojos, que podrían explicar ese fenómeno. Cerrojos políticos, económicos, psicológicos, jurídicos, financieros… Hay cerrojos individuales, por el simple hecho de tener miedo o de no comprender lo que está pasando, y también cerrojos colectivos. Hay gente que recibe millones de dólares a través de sus think tanks para fabricar y propagar dudas. Son los llamados mercaderes de la duda. Pero, a pesar de todos esos factores, después de 50 años de trabajo, la ciencia se va abriendo paso poco a poco. Hoy la gente sabe más y cree un poco más. Ese umbral de miedo y dudas va quedando atrás, también porque hemos visto cómo se suceden los desastres naturales.
Cuanto más desigual es una sociedad más posibilidades tiene de colapsar. Porque la desigualdad crea una casta de ricos que extrae recursos del pueblo y de la naturaleza, y esa explotación combinada de bienes, recursos humanos y recursos naturales propicia un riesgo irreversible de colapso.
Usted es doctor en Biología, ingeniero agrónomo y especialista en mirmecología (la ciencia que estudia la vida de las hormigas) pero un día decidió dejar su trabajo como investigador universitario. Se alejó de las publicaciones científicas y de la competición que las caracteriza para tomar partido por un activismo popular. ¿Se siente más útil que en su trabajo anterior?
No sé si soy más útil. Lo que sí soy es más feliz. Dejé la competición de la investigación científica hace ocho años, me aparté de todo eso del publish or perish (publica o perece). Adoraba ese oficio pero tenía que alejarme de ese ambiente. No quería permanecer en la torre de marfil de nuestro laboratorio. Lo que quería de verdad es informar al máximo de personas. Y al hacerlo me sentía cada vez más contento y más útil al poder escribir para el gran público, en francés o en español, en vez de escribir complicados artículos académicos en inglés que, a la postre, nadie leía. Para mí fue muy satisfactorio ir al encuentro de un público popular, de diferentes clases sociales y con diferentes actividades, para adaptar el discurso científico y hacerlo más accesible.
Usted está entre los expertos que dicen que el colapso no se producirá sólo por causas climáticas sino también por la desigualdad. ¿Por qué incide tanto en ese punto?
Esa es una parte importante de nuestro libro Colapsología. Hay muchos estudios que muestran hasta qué punto la desigualdad es tóxica, corrosiva para una sociedad. Destruye la confianza, la democracia, el bien común, el concepto de un relato, de un horizonte común. Es un factor decisivo para el colapso. Hay un modelo estadístico muy interesante, el modelo HANDY (Human and Nature Dynamics, desarrollado en 2014) que establece la relación entre la sociedad y su medioambiente. Por primera vez se ha incluido la desigualdad en sus parámetros y lo que indica es que cuanto más desigual es una sociedad más posibilidades tiene de colapsar, y de hacerlo, además, más rápidamente. ¿Y por qué? Es muy sencillo. Porque la desigualdad crea una casta de ricos que extrae recursos del pueblo y de la naturaleza, y esa explotación combinada de bienes, recursos humanos y recursos naturales propicia un riesgo irreversible de colapso. Dicho de otra manera, la prioridad hoy para evitar riesgos y daños mayores es compartir, es reducir las desigualdades.
Lógicamente, la mayoría de la opinión pública, en todo el mundo, ha recibido la vacuna contra el coronavirus con alegría y alivio. La gente quiere volver al mundo de antes, tal cual, sin cambiar nada. ¿Ha reflexionado usted sobre esto?
Difícil cuestión. Aún nos falta mucho por conocer de la COVID-19. Como biólogo, yo diría que tenemos que aprender a vivir con el virus como antes lo hicimos con la gripe. La vacuna ayuda a minimizar la conmoción, por decirlo así, pero la sociedad va a cambiar. Existe la tentación de pensar que volveremos al mundo de antes, pero es difícil. Sobre esta cuestión me cuesta hablar de crisis porque los desastres se superan y las crisis pasan. En el relato del colapso lo que provoca miedo es precisamente su lado irreversible. Para mí, el miedo está en el núcleo de este problema, y lo importante es saber de qué manera afectará a la gente. A las personas mayores puede turbarles hasta el punto de congelar su vida. En el caso de los jóvenes, en cambio, el miedo puede ser una motivación, puede activarlos.
¿Pero por qué provoca tanto sufrimiento pensar en que, inevitablemente, caminamos hacia otro tipo de sociedad? Este ansia por volver al mundo de antes, ¿no es un síntoma de nuestra adicción al capitalismo?
Sí, claro. Hay una adicción al crecimiento económico, a los recursos naturales, al petróleo, a la energía… No sé si todo el mundo sufre, pero lo que es indudable es que el cambio siempre provoca miedo. Hay gente que no quiere cambiar porque tiene miedo y otra que no quiere cambiar por su propio interés económico. El mundo se ha hecho demasiado grande y está demasiado interconectado. La menor perturbación puede provocar daños considerables en toda la economía. En inglés se usan las expresiones too big to fail (demasiado grande para caer) y too big to jail (demasiado grande para ir a la cárcel). Ese es uno de los principales problemas de la transición ecológica. El capitalismo es uno de los cerrojos de los que hablábamos antes. En el libro utilizamos la metáfora del coche sin control: nuestra civilización industrial es un coche con el depósito a punto de agotarse; es de noche y estamos rodeados de niebla; los frenos no funcionan, no podemos levantar el pie del acelerador, nos salimos de la carretera y los baches debilitan la estructura del vehículo; y, por último, nos damos cuenta de que el volante no funciona. Ese volante bloqueado que nos impide cambiar de dirección es el capitalismo.
En su libro usted recomienda consumir productos culturales que hablen del cambio climático. Se trata, a su juicio, de aprender a imaginar el futuro a través de documentales, películas, novelas, cómics… Ha pasado algún tiempo desde que escribió esto. ¿Ha cambiado su opinión? ¿No le inquieta el miedo y la ansiedad que esos relatos, casi siempre apocalípticos, puedan generar?
No, sigo opinando lo mismo. El miedo forma parte de la vida y es lógico que esté en esos relatos. Pero también hay que imaginar otros futuros mejores, otros horizontes, y sobre todo hablar de clima, de biodiversidad.
La serie El colapso se centra en cosas más siniestras. Muestra fundamentalmente el lado violento y egoísta del ser humano.
Los creadores de la serie (el colectivo Les Parasites) son amigos. La historia surgió a partir de una entrevista que nos hicieron al astrofísico Jacques Blamont y a mí y que ellos dirigieron para Thinkerview. Escribieron el guión tratando de ser positivos, la intención inicial no era dar miedo pero… no lo consiguieron. Entiendo que es difícil cuando se habla de colapso, porque en esa tesitura el miedo ocupa todo el espacio. El tema del clima, por ejemplo, no está demasiado presente en la serie. Hay un autor indio, Amitav Ghosh, que hace ficciones sobre el clima y que ha escrito un ensayo titulado The Great Derangement en el que se interroga por la ausencia de este tema en la literatura. Como científicos, los que hablamos de colapsología llegamos sólo a las cifras, al plano mental, pero para el gran público eso es difícil de digerir. También hay que hablar desde el corazón, desde las emociones, desde la imaginación. Las lágrimas están prohibidas para el científico. Es difícil ver lágrimas cuando terminas de dar una conferencia. Pero cuando tocas el corazón provocas una toma de conciencia mucho más poderosa que la que se puede conseguir con cifras. Lo ideal es combinar el rigor científico con el calor del relato. Los dos elementos son necesarios para lograr lo fundamental: mover a la acción.
Entrevista de Manuel Ligero en climática.lamarea.com