La falta de agua primero fue llamativa. Luego, preocupante. Lo que parecía una bajante más del gran río del Litoral argentino ya se ha convertido en algo histórico: el Paraná alcanzó, en 2021, sus más bajos niveles de agua del último medio siglo y el futuro es incierto.
Para algunos científicos, esta puede ser la “nueva normalidad” del Paraná, cuyos períodos de caudales mínimos pueden ser cada vez más extremos como consecuencia de la crisis climática y los profundos cambios en el uso del suelo en la zona alta y media de su cuenca, lo que ayuda a acentuar la variabilidad de los patrones de lluvias y temperaturas en toda la región.
El río Paraná, nacido en Brasil y criado en tierras paraguayas y argentinas, recorre casi 5.000 kilómetros hasta su desembocadura en el Río de la Plata, con un caudal promedio histórico de unos 16.000 metros cúbicos por segundo. Un gigante fluvial noqueado desde hace dos años por una bajante extrema pocas veces vista (tanto por lo prolongada como por lo pronunciada) que secó lagunas y riachos, y dejó al descubierto buena parte de su valle y planicie de inundación. Según un informe reciente de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), el Delta medio del río tenía a mediados de 2021 una cobertura de agua de apenas 6%, contra un 40% en tiempos “normales”.
Tan marcada es la bajante que, en mayo 2021, el gigante marrón sólo transportaba unos 7.000 metros cúbicos de agua por segundo, el caudal medio mensual de menor afluencia de los últimos 50 años y apenas el 51% de su promedio histórico para ese mes. Según el reporte hidrológico de junio de la represa Yacyretá, resultó ser el segundo valor de caudal medio mensual más bajo de los últimos 120 años, luego del registrado en mayo de 1914.
Como trasfondo, aparece el cambio del uso del suelo como explicación principal para entender al menos en parte las razones por las cuáles el río muestra un comportamiento pocas veces visto o registrado: lo que antes era selva, monte, pantano o pastizal fue reconvertido en las dos últimas décadas en tierras aptas para el desarrollo agropecuario, de la mano de un proceso de deforestación intensificado que cambió, tal vez para siempre, la morfología del territorio.
Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), Brasil ha perdido hasta el 8% (30 millones de hectáreas) de sus bosques y selvas de la Amazonía y el Pantanal en el primer tramo del siglo XXI. Paraguay muestra cifras drásticas: según el Global Forest Watch (GFW), perdió 6 millones de hectáreas en los últimos 20 años. En un lapso similar, la Argentina perdió el doble: unas 14 millones de hectáreas con epicentro en cuatro provincias (Salta, Formosa, Santiago del Estero y Chaco). El territorio primigenio del Paraná ya no es, ni será, lo que era, un escenario que abre interrogantes sobre la capacidad de recuperación y resiliencia del gran río.
Modelos para armar
Inés Camilloni, doctora en Ciencias de la Atmósfera de la Universidad de Buenos Aires (UBA), trabaja en el armado de escenarios futuros tanto en términos climáticos como hidrológicos para la Cuenca del Plata, en un contexto marcado por el cambio climático.
Para eso utilizan modelos que proyectan posibles escenarios futuros respecto de las lluvias y así “alimentan” modelizaciones sobre la hidrología de la Cuenca que les permite evaluar proyecciones sobre cambios de caudales. “Lo que vemos con estas proyecciones es que la Cuenca va hacia un clima más cálido, vemos que se incrementará la temperatura a medida que el siglo avance y que también habrá modificaciones en las precipitaciones”, señala la científica.
El aumento promedio de las lluvias no ocurrirá de manera uniforme sobre toda la región bajo estudio. “No es algo que vaya a ser totalmente generalizado”, argumenta Camilloni, para agregar que lo que detectaron es “una tendencia hacia mayores precipitaciones más clara en la Cuenca media y alta del Paraná y parte de la Cuenca del río Uruguay”.
Esto no se verifica, por el momento, para la zona ubicada aguas debajo de ese río a partir de la localidad de Salto ni tampoco en la sección de la Cuenca baja del Paraná desde la provincia de Entre Ríos hacia el sur, donde en cambio sí podrían aumentar las temperaturas promedio. “Es muy difícil saber qué le puede pasar a un río sin desarrollar un modelo hidrológico. En nuestras proyecciones, si las miramos en términos de caudal medio para los próximos 30 años, en general para el Paraná no aparece una variación significativa en el caudal medio”, sintetiza.
Hacia los extremos
Esta proyección cambia cuando lo que se evalúa no es el caudal medio, sino los mínimos y los máximos. Algo clave a la hora de hablar del Paraná, un largo camino fluvial de aguas marrones cuyo ADN está marcado por los pulsos de crecientes y bajantes.
Es en ese margen de movimiento de las aguas que los efectos del cambio climático se sentirán, haciendo del Paraná un río de extremos. “Si analizamos los caudales mínimos y máximos, lo que encontramos es que los mínimos tenderían a ser más mínimos y los máximos, más máximos. En donde veremos los cambios será en los extremos, y no en el promedio”, dice Camilloni.
Y detalla: “Los modelos nos muestran que el Paraná va hacia un régimen de mayor variabilidad con caudales mínimos que serán más mínimos. También afectará a las crecientes, pero esta variabilidad tiene que ver sobre todo con las bajantes, con mínimos que serán más extremos en un orden que estimamos entre un 10% y un 15% contra un 5% para los máximos”.
Hacia una nueva “normalidad” hidrológica
Juan Borus es subgerente de Sistemas de Información y Alerta Hidrológico del Instituto Nacional del Agua (INA). Un organismo que, según cuenta, nació en 1973 con el propósito principal de monitorear las crecientes de los grandes ríos de llanura del noroeste argentino y hoy se encuentra con situaciones casi inéditas que lo hacen repensar su propio objetivo fundacional: un Paraná sin agua desde hace casi dos años.
“La bajante que empezó a mediados de 2019 se fue acentuando en 2020 y en 2021, primero en la Cuenca del Paraguay y luego en todo el resto. Lo que tenemos es una situación muy rara, ya que toda la Cuenca, que tiene 3 millones de kilómetros cuadrados, está con lluvias por debajo de lo normal al mismo tiempo desde hace por lo menos dos años”, grafica el ingeniero hidráulico.
A la bajante se sumó una situación de sequía muy grave que también dejó escenas nunca vistas en el amplio paisaje regional, como el Pantanal brasileño con una sequía más severa que el nordeste de ese país, donde la falta de agua es la norma. En mayo pasado, el Servicio Meteorológico brasileño emitió una alerta por la peor racha de lluvias en 91 años para los estados de Minas Gerais, Goiás, Mato Grosso do Sul, São Paulo y Paraná.
“Venimos de una situación extrema que parece que va a continuar. En el verano 20/21 tuvimos La Niña a nivel global, lo que significó lluvias inferiores a lo normal”, señala el experto, para quien esta escasez de agua genera una serie de problemas que tienen que ver tanto con las dimensiones “operativas” del río como proveedor de servicios productivos, como con el propio ritmo natural relacionado con la fauna y flora que vive, se reproduce y se alimenta en el Humedal del Delta del Paraná.
De la deforestación al cambio climático
Designada como región proveedora de bienes naturales para las metrópolis desde la época de la Conquista, amplias zonas del sur de Sudamérica sufrieron una transformación profunda del uso de sus suelos en las últimas tres décadas.
Espoleadas por el boom de precios de los commodities agrícolas (soja, sobre todo, pero también maíz), regiones hasta hace poco tiempo inexploradas o poco intervenidas por el humano del sur de Brasil, Paraguay y noreste de la Argentina fueron desmontadas para ampliar la frontera agropecuaria y abastecer, así, la demanda asiática de granos.
Como era esperable, esos marcados cambios en el uso del suelo en varios puntos de la Cuenca del Paraná terminaron afectando en menor o mayor medida la dinámica natural del río, según puntualiza Borus. “Hubo cambios notorios, ya que hay un corrimiento de la frontera agrícola muy marcado. Entonces, gradualmente, este cambio de uso del suelo potencia los extremos, y las reacciones de las cuencas son más intensas para los máximos y para los mínimos”, dice.
Para Graciela Klekailo, licenciada en Genética y doctora en Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), el cambio climático en el contexto del Delta del Paraná alterará la capacidad del sistema de resistir y mitigar los fenómenos extremos como las inundaciones y las bajantes pronunciadas.
“Los cambios de uso de la tierra que estamos haciendo en nuestros humedales, con terraplenes y endicamientos para agricultura y ganadería intensiva o incluso urbanizaciones, son cambios que afectan directamente a los servicios ecosistémicos que nos brinda la naturaleza”, explica.
Estos cambios en el uso del suelo también favorecen la pérdida de hábitat de muchas especies, ya que se alteran (muchas veces de manera definitiva) sus lugares de reproducción y alimentación. “Si sumamos episodios de quemas graves como los de 2008 y 2020, que empiezan a ocurrir cada vez a intervalos más cortos, el sistema corre riesgo de no tener tiempo de recuperarse solo”, detalla la docente e investigadora.
Consecuencias socioambientales a la vista
Con perspectivas de continuidad en la bajante al menos hasta la primavera 2021, florecen las preocupaciones sobre todo lo que esto implica, tanto desde un registro productivista del río, como desde la alteración de un equilibrio natural del cual dependen centenares de especies vegetales y animales.
Para Borus, un problema no menor es el de las tomas de agua. “Para nosotros, desde el INA, es una de nuestras principales preocupaciones desde que comenzó la bajante, ya que en muchas ciudades las tomas han quedado casi al ras del nivel del río o incluso por debajo en algunos momentos”, afirma.
Otro punto crítico es el de la navegación, ya que por las marrones aguas del Paraná sale al exterior el 80% de la cosecha gruesa argentina de soja y maíz que crece en las extensas llanuras pampeanas durante la primavera y el verano. “Los puertos del Gran Rosario tienen un rol clave en la salida de la cosecha. Cuando las aguas están tan bajas, se condicionan las operaciones por falta de profundidad y por el menor ancho del canal de navegación, lo que reduce la navegación segura”, argumenta el experto del INA. Según un informe de la Bolsa de Comercio de Rosario, sólo durante 2020, los bajos niveles de agua significaron un costo extra para los agroexportadores de unos US$250 millones.
Además, la reducción del caudal afecta la provisión natural de los servicios ambientales que genera el humedal. Uno de ellos es la autodepuración de las aguas, que se limpian solas por el elevado caudal que transita el lecho en tiempos de normalidad.
La bajante generó, por ejemplo, la floración de algas relacionadas con aguas estancadas y presencia excesiva de materia orgánica por actividades antrópicas como la industria, la agricultura o incluso las quemas a través de las cenizas.
Klekailo es muy clara con relación a esto: “La mayor recurrencia de eventos extremos como esta bajante extraordinaria afecta a todos los componentes del sistema. Una de ellas es la capacidad del humedal de brindar agua dulce y de purificar los contaminantes generados por actividades humanas como las agrícolas, que liberan nitrógeno y fósforo”.
También se detectó afectación de las márgenes por erosión en localidades costeras santafesinas que incluyeron episodios de derrumbes o desbarrancamientos en varias localidades orilleras del río, como la ciudad de Rosario y las localidades de Puerto Gaboto y de Monje, todas en la provincia de Santa Fe.
“Empezaremos a ver con mayor frecuencia problemas sobre la diversidad que habita el Delta y sobre las poblaciones humanas que están en sus orillas. Las actividades humanas tienen impacto en los sistemas y, en un contexto de cambio climático ese impacto es cada vez mayor”, razona la ecóloga.
Este artículo es parte de Comunidad Planeta, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina.