Cuando María hace las compras, sus criterios a la hora de llenar la bolsa poco tienen que ver con el precio o la marca. Busca alimentos de temporada, que estén producidos en la cercanía y de manera responsable. Apuesta por la venta a granel y por marcas que fomenten la reutilización de envases. No se acerca a los plásticos de usar y tirar. «La salud del planeta es mi primera preocupación a la hora de consumir», dice. Su dieta no solo es saludable para ella, también lo es para el resto del ecosistema, y, sin saberlo, forma parte del grupo de personas conocido como climatarians. Así se llama a quienes «eligen qué comer de acuerdo con lo que es menos perjudicial para el medioambiente», según la definición del Cambridge Dictionary británico.
El periódico The New York Times incluyó el concepto en su listado de nuevas palabras relacionadas con la comida en 2015, aunque fue nombrada por primera vez en 2009. Hoy se convierte en un modelo de conducta urgente: «El cambio en la dieta puede tener beneficios ambientales a gran escala que no son alcanzables únicamente por los productores», zanjaba hace unas semanas un informe de Naciones Unidas. ¿Más acciones que te convierten en climatarian? Intentar calcular la huella de carbono de cada producto que llega a tus manos, evitar el desperdicio de alimentos y limitar tu consumo de carne (no hace falta restringirlo al 100%).
Veganismo, un primer paso que no es imprescindible
Las personas vegetarianas y quienes se adaptan a sus múltiples variedades, incluso los flexitarianos, entran en general en el concepto de dieta climática. Sin embargo, climatarian y vegano no son sinónimos porque consumir únicamente fruta, legumbres y verduras no asegura respetar el medioambiente si cada gajo de mandarina que se toma está envuelto en plástico: la degradación de estos residuos también contribuye al cambio climático, según un estudio de la Universidad de Hawái publicado en la revista PloS ONE.
Tampoco sirve consumir tomates llegados de otra parte del mundo, por la emisión de gases de efecto invernadero del transporte. Aún más importante es conocer las temporadas de los alimentos, pues lo que se produce fuera de ella precisa más energía.
Todas estas decisiones las puede tomar un omnívoro, así como comer especies capturadas mediante pesca sostenible o pequeñas raciones de carne de pollo y cerdo, procedentes de una ganadería extensiva.
Uno de los alimentos que más contribuye al cambio climático es la carne, especialmente la de ternera. Un estudio del Centro para la Alimentación y Nutrición Barilla indica que producir un kilo de vacuno supone más de 31 kilos de dióxido de carbono equivalente (la suma de dióxido de carbono, metano y óxido nitroso). Los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) también son reveladores. La ganadería -sobre todo la industrial- es la responsable del 14,5% de los gases de efecto invernadero. Contamina más que todos los coches, trenes, barcos y aviones que se desplazan por el mundo. También genera el 92% de las emisiones de amoníaco -que acidifica el suelo, disminuyendo su calidad-, y contribuye a la deforestación. «Hay que actuar ya», dicen desde la campaña sobre carne y agricultura de Greenpeace, que solicita una moratoria a nuevos proyectos de ganadería industrial y la reducción de la cabaña.
Además, habla de una «reducción drástica» en el consumo de carne, y llama a desviar el consumo de vacuno hacia otras opciones cárnicas: aunque los estudios son dispares en sus cifras, coinciden en que la producción de cerdo contamina alrededor de cinco veces menos que la de ternera, y la de pollo, hasta ocho veces menos. «No se trata de dejar de comer jamón, solo de comerlo menos», subrayaba durante una conferencia celebrada en Málaga el pasado junio Shay Eliaz, máximo responsable del programa El futuro de la comida en la consultora Deloitte.
¿Realmente necesitamos un aguacate que venga de Perú o un mango de Brasil? ¿Es necesario tomar un jugo de naranja cuando no hay naranjas en verano? ¿Por qué no se sustituyen por frutillas, uvas o tomates, que son de temporada y también tienen vitamina C?
Una perspectiva ideológica
«La clave está en el consumismo», señala Julia Wärnberg, profesora de la Universidad de Málaga, quien se hace varias preguntas: «¿Realmente necesitamos un aguacate que venga de Perú o un mango de Brasil? ¿Es necesario tomar un jugo de naranja cuando no hay naranjas en verano? ¿Por qué no se sustituyen por frutillas, uvas o tomates, que son de temporada y también tienen vitamina C?». La investigadora sueca -que lleva años como responsable en Málaga del proyecto Predimed Plus, evaluando la prevención de enfermedades cardiovasculares a través de la dieta mediterránea hipocalórica y la promoción de actividad física- destaca la importancia de «ser consciente» de lo que nos llevamos a la boca. Saber de dónde viene, cómo está producido, a quien perjudica lo que comemos o qué esfuerzo debe realizar la persona que lo recoge para nosotros en el campo. Y, en el caso de la carne o el pescado, cómo ha sido tratado el animal del que nos alimentamos. Ello ayuda a mantener un peso saludable, según la docente, pero también a incrementar la conexión con la naturaleza y sus ciclos, y a entender la importancia de cuidar el medioambiente.
La salud del ser humano y la del planeta van de la mano, y elegir el tipo de alimentos que se llevan al plato también es hacer política; las decisiones de hoy afectan al mañana de las próximas generaciones. «Es una forma de elegir el futuro que queremos. Y mucho más activa: tres veces al día y no una vez cada cuatro años», destacan desde Greenpeace.
El último requisito para ser un climatarian es tener tiempo. La compra de María es una carrera de obstáculos por etapas. No hay un estante donde se coloquen todos los productos sostenibles. «Hay que asumir que la vida es trabajo. Y que cosas básicas como la nutrición o el descanso también requieren esfuerzo. Eso nos transmite valor con respecto a lo que consumimos y a la propia acción de consumir», dice. Y añade: «La idea de hacerlo todo rápido, fácil y cómodo nos ha hecho perder el control de lo que tomamos, cómo afecta a nuestra salud y el impacto al medioambiente». Merece la pena, pero no es sencillo. Más aún con un mercado capitalista siempre atento a ponerlo fácil para obtener rentabilidad. «La cocina del siglo XX a mitad del siglo XXI no existirá. Se calentarán los platos y solo se cocinará por hobby», avisaba la pasada primavera Juan Roig, presidente de Mercadona. Malas noticias para el planeta.