
No hay consenso. El nombre de la época en la que vivimos sigue siendo objeto de disputa. Si bien la idea del Antropoceno -acuñada por el ecologista Eugene Stoermer en la década de 1980- parece imponerse con mayor fuerza, aún persisten en la batalla conceptual términos como el de “Capitaloceno” (o la era geológica del capitalismo) o “Novaceno”, etiqueta impulsada por el centenario James Lovelock, creador de la hipótesis de Gaia, quien sostiene que ha comenzado una nueva era en la que seremos superados por nuestras creaciones, las máquinas.
Sea cual sea el nombre con el que los historiadores del futuro finalmente se referirán a la época que transitamos, el mayor rasgo que nos caracteriza como generación y desestabiliza el presente es nuestra irrefrenable capacidad destructiva: según el informe Planeta Vivo 2020 de la WWF (World Wildlife Fund), las actividades humanas han llevado a que las poblaciones mundiales de mamíferos, aves, peces, anfibios y reptiles se redujeran en un 68 % entre 1970 y 2016.
Realizada por 134 especialistas, esta investigación expone que los ecosistemas están siendo explotados y destruidos por los seres humanos en una escala nunca antes registrada. El informe destaca que el 75 % de la tierra libre de hielo del planeta ha sido alterada significativamente por la actividad humana, y casi el 90 % de los humedales globales se han perdido desde 1700. Los responsables son tanto el consumo excesivo de los seres humanos, el crecimiento de la población y la agricultura.
La situación es alarmante. Pero no se puede comprender cabalmente cómo hemos llegado a este momento de extinciones masivas y pérdida de biodiversidad sin atender las transformaciones históricas de nuestra visión de la naturaleza, es decir, la manera en que cultura tras cultura la hemos concebido, pensado, imaginado.
Al fin y al cabo, nuestras ideas y comprensión de la naturaleza dan forma a nuestras relaciones con el mundo natural. Lejos de ser una concepción estática o global, se trata de una construcción cultural increíblemente fluida y dinámica. Conocer cómo ha mutado con los siglos, permite comprender las actitudes adoptadas en cada época. Y hasta cambiarlas.
En la actualidad, gran parte de las sociedades occidentales tienen la tendencia a no ver a la naturaleza como parte de su vida diaria. Es, más bien, aquello que está lejos, apartado de la ciudad: la naturaleza reside en parques nacionales, reservas naturales, áreas protegidas. En el imaginario colectivo, señala el historiador ambiental William Cronon, para muchas personas la naturaleza es un “otro”, una entidad separada en lugar de pensarla como partes integradas, una continuidad biológica. O sea, la naturaleza se concibe como recurso, una mercancía a ser explotada.
La naturaleza se volvió un subproducto del desarrollo económico y los continuos anuncios de su destrucción ya no tienen efectos.
Pero esto no ha sido siempre así. Todas las sociedades, señaló el antropólogo Claude Lévi-Strauss, trazan una distinción entre naturaleza y cultura. Pero las modalidades de esta dualidad varían profundamente de una sociedad a otra. En antiguos textos chinos que van del siglo IX a.C. al siglo II, se enfatiza que todo en el mundo natural está interconectado, interrelacionado e interdependiente. Desde la época de Confucio se creía que la sociedad humana era influenciada por los acontecimientos de la naturaleza y no prestar atención a sus signos podía resultar desastroso.
La noción de la naturaleza como figura femenina -en especial como “madre”- permeó los orígenes de todas las culturas: como una diosa todopoderosa, una fuerza creativa y moldeadora. Isis, la diosa principal del antiguo Egipto, era conocida como dadora de vida, responsable de ciclos como la respiración, la alteración del día y de la noche, la inundación del Nilo. Siglos más tarde, en el año 50 a.C., el poeta romano Lucrecio escribió: “la Tierra merece su nombre de Madre porque proporciona alimento a sus niños”.
Durante siglos operó también en paralelo la idea de la naturaleza como jardín, propia de la mitología judeocristiana: una concepción dominada, como la perspectiva maternal, por nociones de plenitud, benevolencia y bondad divina.
Fue durante el Renacimiento, cuando se produjo el gran giro: el ser humano se situó en el centro de la creación como amo supremo. A partir de la Ilustración, la naturaleza comenzó a ser despojada de su velo sobrenatural. A través de la experimentación y la razón, se podía desnudar al mundo natural de sus misterios.
Bajo el capitalismo, la naturaleza y la sociedad se convirtieron en fuerzas antagónicas, fragmentadas. Las ideologías de dominio y control se instalaron con fuerza. Mientras Charles Darwin exponía al mundo la concepción de la naturaleza como escenario de la lucha por la supervivencia -lejos ya de esa visión pastoral, idílica, aquel paraíso perdido que motivó la exploración-, industriales, empresarios e intelectuales apoyaban la premisa de que la misión de la humanidad era someter y domesticar la naturaleza.
En la actualidad, gran parte de las sociedades occidentales tienen la tendencia a no ver a la naturaleza como parte de su vida diaria.
Por entonces, coleccionistas de museos y zoológicos y cazadores emprendían expediciones para traer todo tipo de plantas y animales como trofeos, impulsados por una mezcla de curiosidad, control y explotación de los confines de los extensos imperios. La naturaleza comenzó a ser violada.
Con el aumento de la población urbana, el mundo natural se convirtió en una presencia menos inmediata. El acceso a la naturaleza quedó limitado a excursiones a zoológicos; desde entonces, solo se accede a ella a través del cine y publicidades, revistas como National Geographic y documentales.
La naturaleza se convirtió en un mundo perdido. Como indica Bill McKibben en The End of Nature, la naturaleza llegó a su fin como concepto significativo cuando la capa de ozono fue dañada por los gases de efecto invernadero. Desde entonces, se volvió un subproducto del desarrollo económico. Y hoy los continuos anuncios de su destrucción parecen ya no tener efectos. Solo reaccionamos ante el colapso climático-ambiental como espectadores ante una película.
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